Opinión

En compañía de Wassily

EN LA PARED de mi habitación de Madrid tengo un póster de un cuadro de Kandinsky que compramos hace bastantes años en la tienda del Thyssen. Nunca llegamos a enmarcarlo para casa, y ha acabado aquí conmigo.

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Se titula Murnau, casas en el Obermarkt, y es de 1908. No sé nada de Kandinsky —como de tantos otros temas; y supongo que, conforme pasan los años, uno ya puede ir empezando a asumir qué cosas no va a saber, ni tener, ni ser nunca—, pero es evidente que en 1908 todavía no había entrado en su fase de rectas, triángulos y círculos; de lo cual me alegro.

Es una vista, desde lo que a mí me parece un callejón, de tres casas medio tapadas por la copa de un árbol en primer plano. Una casa es azul claro, la otra amarilla verdosa y la tercera casi naranja, y los trozos de tejado que asoman son de un rojo vivo. Todas las ventanas, con contras de madera, tienen colores llamativos. El suelo, en cambio, es oscuro, morado, y da la impresión de ser de adoquín. Aunque en mi póster todo es más sombrío y apagado que en las imagen del cuadro que encuentro en internet, así que no sé.

Sentado en el sillón donde leo por las noches lo tengo enfrente y, si dejo la puerta del baño abierta, también lo puedo ver desde la ducha.

Llevo unos siete meses contemplándolo, o simplemente pasando por delante, y ya ha dado tiempo a que mi relación con él, con esa escena, con el sitio que representa, sea personal. Esa calle y las casas, y el rincón desde el que se mira, poco a poco van haciéndose conocidos y cercanos. Tanto que, si ahora me mudase a Murnau y retrocediese un siglo en el tiempo, podría vivir al final de esa calle y tener eso frente a mí al abrir la puerta cada mañana, al salir a dar un paseo con mi mujer por las tardes, y sentirme como en casa.

Esa presencia constante del cuadro y esa familiarización con él, la compañía que me hace, los momentos que tengo para pensar quién viviría tras esas puertas, quién miraría desde esas ventanas y qué sombras se verían pasar por ellas, qué vidas de qué familias transcurrirían allí dentro, pararme en esa hora del día en la que la luz era así, me parece una relación perfecta. Y supongo que eso, establecer esa comunicación prolongada y darle tiempo a que te cuente una historia, es la forma correcta de ver pintura y, en general, de disfrutar de la mayoría de las obras de arte. La que querría el autor que tuviéramos, la única que puede recordar a la suya propia. Tan diferente a entrar en una sala de un museo, echar un vistazo apresurado alrededor, acercarse a leer la tarjeta de un par de obras y salir por la puerta opuesta

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