Opinión

En un avión

El avión tiene muchas ventajas, si no se te hace demasiado cuesta arriba enfrentarte al hecho de que un aparato de hierro de varias toneladas de peso, contigo dentro, pretenda flotar en el aire.
Airport
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ES DOMINGO y he vuelto a Madrid en avión. Es la primera vez en dos años. Son las once y media de la noche y camino desde la estación de Chamartín a mi habitación. En el cercanías que me ha llevado hasta allí desde Barajas, me iba viendo reflejado en la ventana de enfrente, con mis cincuenta años, mi barba y mi inaudita mascarilla, asombrado, como casi siempre, de cómo es la vida, de cómo ha ido transcurriendo todo hasta traerme hasta aquí. Da la sensación —seguro que objetivamente cierta— de que todo ha sido una sorpresa, incluso dentro de su normalidad, de su poca excepcionalidad; de que uno ha llegado a ser el que es como podía haber llegado a ser cualquier otro diferente; de que las cosas no han hecho más que suceder por casualidad, y este resultado ha sido una gran coincidencia y, como tal, inesperada y en gran parte inexplicable. Que mi asombro es normal.

Mientras, sentado en el vagón, escuchaba Don’t give up, de Peter Gabriel, y me acordaba de J. A., el amigo que me habló de él hace más de treinta años. Fuimos los más íntimos en tercero de BUP, pero ya hace mucho tiempo que la vida —es decir, nosotros mismos, desprevenidos o no— nos llevó por caminos diferentes. Pero al recordarlo tratando de cantar, sin llegar, las partes más agudas de la canción, parece que acabásemos de vernos ayer mismo, y lo echo de menos, y echo de menos aquella sensación de ir a descubrir el mundo, de empezar a pensar. Echo de menos la expectación por saber cuál, de entre todas las opciones que tenía por delante, iba a hacerse realidad.

Hay un momento, cuando el avión despega, en que parece que va a suceder lo lógico y, después de la arrancada inicial que lo separa del suelo, va a perder impulso, se va a detener un segundo en el vacío y comenzar a caer. Pero, increíblemente, remonta el vuelo y uno sigue allí arriba, flotando, sí. La pena es que, viajando de noche y a esa altitud, no se puede ver nada, o casi nada; pero, aun así, qué sentirían los humanos que nos han precedido estos últimos miles de años, si les dejásemos echar un vistazo entre y desde las nubes.

En la hora que dura el viaje leo el texto La clase política, de Gaetano Mosca. Comienza con una observación sencilla e innegable: en todas las sociedades hay dos tipos de personas: los gobernantes y los gobernados. La llamada clase política se corresponde con los primeros, claro, y sobre ella hace otra segunda apreciación, difícil de admitir a primera vista, pero parece que cierta: las minorías dirigen a las mayorías, y no al revés; y lo hacen porque están organizadas, y la fuerza de ese grupo, que actúa de acuerdo y en base a un interés común, es irresistible frente a cada miembro aislado de la heterogénea masa. Y, además, esto es más cierto cuanto mayor es la comunidad, y por eso basta con un mínimo porcentaje de individuos resueltos a lograr su objetivo para asegurar ese dominio. Curioso.

Eso explicaría un cuento cuyo título no recuerdo ni consigo localizar, en el que creo que un visitante llegaba a un país donde los gobernantes eran elegidos, una y otra vez, de entre una especie de perversos hombres-lagarto, unánimemente detestados, porque eran siempre los únicos candidatos; y ni él lograba entenderlo, ni nadie allí -ninguno de los gobernados, personas normales- sabía darle una justificación. Pero era un cuento.

Que es bueno salir, ver otras nubes y otras caras, oír otros acentos

Luego, al descender, las luces que rodean Barajas hacen formas extrañas, sugerentes: el poder de mirar lo de siempre, simplemente, desde otra perspectiva.

No me cruzo con nadie en todo el camino. Y sin duda preferiría estar en casa con mi familia, pero cuando paso sobre la M-30 tirando de la maleta sé que hay algo bueno en todo esto, en este cambio. Que, aunque ya esté algo cansado, venir aquí me hace abrir las ventanas cada semana; incluso ahora que el virus me obliga a no moverme ni ver gente. Que es bueno salir, ver otras nubes y otras caras, oír otros acentos. Cambiar la silla de sitio.

Y, además, estar fuera de casa me hace desear volver.

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