Opinión

Incendio de mujeres

AUNQUE aparentemente las revueltas de Francia, los premios Oscar y el nuevo consejo de ministros no tienen nada en común, lo cierto es que con la narrativa acertada todo termina por remitir a Portrait de la jeune fille au feu (Retrato de una mujer en llamas), una de las mejores películas del año.

LA CINTA DE Céline Sciamma no logró representar a su país ante el mundo, pues la Academia francesa prefirió a Les Misérables —nada que ver con la obra de Victor Hugo—. Esta elección es justificable por su clima social entre revuelta y revuelta, más todavía con la noticia de que han conseguido frenar medidas de Macron. Su cultura de huelga es, cuanto menos, envidiable.

El país vecino ha logrado colarse entre los nominados al Oscar a mejor película internacional. Probablemente el movimiento mundial de protestas ha influido, pero pensar que Portrait de la jeune fille au feu no es en sí misma un manifiesto político es un acto de ceguera.

El punto de partida del argumento es clave para comprenderlo: una madre busca un artista capaz de retratar a su hija para poder efectuar su futuro matrimonio —el cuadro es un regalo al prometido—, ya que la joven no quiere posar para ningún hombre. Pero, ¿y para una mujer?

La historia de amor entre una pintora y una exmonja de clausura —interna a petición propia y obligada a colgar los hábitos— en 1770 es  tan inusual como atractiva. Sin embargo, ni es una película romántica ni es histórica. Va más allá. El filme deshecha una visión imprecisa y en favor del erotismo para el disfrute masculino, como ocurría en La vida de Adèle, y profundiza poco a poco en la emoción contenida.

Que en los libros de arte las mujeres pasen desapercibidas es algo común hasta la llegada, prácticamente, de Frida Kahlo o Maruja Mallo. Son contadas las excepciones. Por lo tanto atribuirle esta profesión a una chica de hace 300 años es reivindicar lo invisible pero no inexistente. Del mismo modo todo el mundo —salvo las implicadas— no contemplan la rutina de las religiosas como interesante, pero como apunta la ex novicia, es una especie de feminismo donde todas las mujeres son iguales.

Portrait de la jeune fille au feu transita caminos tan dispares como la identidad, la sexualidad o la moral

Portrait de la jeune fille au feu transita caminos tan dispares como la identidad, la sexualidad o la moral hasta acercarte al precipicio y dejarte mirando al abismo como a Nietzsche, como al hombre del cuadro de Caspar David Friederich El caminante sobre el mar de nubes. Con una pasión ferviente digna de Santa Teresa, las mujeres del filme van revelando sus auténticas emociones cuanto más a la cara se pueden mirar, desprovistas de prejuicios.

Siguiendo un canon clásico del teatro, la cinta podría dividirse en tres actos, pero rompiendo la lógica introducción/nudo/desenlace, pues la tensión perdura hasta el último fotograma y se la lleva el espectador a casa. En un primer momento observamos a dos desconocidas que se acompañan, sin mayor acercamiento ni interés que el de poder observarse mutuamente y así poder retratar a la joven sin que ella lo sepa.

La historia sirve como línea roja con la que juega la trama, son dos mujeres de distintas clases sociales y vidas tan dispares como tener un oficio o existir solo en el plano de esposa. Esto es inmutable en su tiempo. Sin embargo, mediante sus cortos diálogos se conocen más allá de prejuicios.

Cuando desaparece la figura de autoridad que representa la madre de la joven, el segundo acto inunda la pantalla de una manera inesperada. La lógica feminista de los conventos toma la batuta, nadie es más que nadie, y los sentimientos ya desbordantes llegan a la ingle. E incluso en esta intimidad se cuela la historia y la política porque, rompiendo con la sensualidad dominante, encontramos vello corporal para recordar su época.

Utilizar estéticas de cuadros de la época para captar la crispación, el desasosiego y plasmar en imágenes lo que las Brontë pretendían en palabras es algo que a Claire Mathon, encargada de los planos, debería reconocérsele.

Otro de los aspectos que dota de fondo a Portrait de la jeune fille au feu es su capacidad para encerrar arte y costumbrismo, siendo capaz de entremezclar a Vivaldi con los cantos del rural francés o la historia de libro con lo que ocurría en el campo. Todo ello recogido en una cámara que debería estar nominada a los Oscar como mejor fotografía. Utilizar estéticas de cuadros de la época para captar la crispación, el desasosiego y plasmar en imágenes lo que las Brontë pretendían en palabras es algo que a Claire Mathon, encargada de los planos, debería reconocérsele. Es como reflejar una inmensa intimidad en medio de un rompeolas.

Pero con la elección de Les Misérables, Francia escogió qué carta jugar sin pensar que la vida y sexualidad de dos mujeres hace casi tres siglos es una reivindicación si, con vistas en la sociedad presente, lo único que cambian serían los atuendos, pero no las dificultades. Su existencia es un acto político en sí mismo.

Instituciones como la Academia de Cine francés deciden en todos los países. La RAE hace unos días se negaba aceptar consejo de ministras como plural, pero a nadie le chirría hablar de enfermeras, limpiadoras o cajeras de supermercado. Lo mismo ocurre con los premios Oscar, que en 91 ediciones han nominado a tantas directoras de cine como candidatos hay cada año: cinco.

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