Opinión

Renfe contra Amazon

Mi cena del domingo pasado consistió en un bocata de tortilla, comido en la barra de una cafetería. En concreto, de la cafetería del tren nocturno.

ES ALGO habitual. Solo que en esta ocasión el tren estaba parado en la estación de Ferrol. Marta y Carlos me habían acompañado a las ocho y media y ya se habían ido, y nosotros estuvimos dos horas esperando a que llegase una máquina para sustituir a la nuestra: el personal se había encontrado, al llegar esa tarde, con que estaba averiada, no sabían desde cuándo.


Tuvo su lado romántico, cenar viendo el andén, a quince minutos de casa. Era como acampar en tu jardín y abrir la cremallera de la tienda y asomarte, y ver la ventana de tu habitación y saber que ahí está tu cama. Una sensación a medio camino entre vivir una aventura y ser tonto. También tuvo su encanto despertarse a las cinco y cuarto de la mañana y descubrir que aún estábamos en O Barco: nada como recuperar la duración de los viajes para reencontrarnos con las distancias, el paisaje, el clima y la geografía; para acordarnos de que seguimos viviendo lejos e ir de un sitio a otro sigue costando, que lo único que está solo a un clic es comprar en Amazon.


Por cierto, Amazon ya reparte los domingos. Para que no tengamos que esperar nunca por nada. El repartidor estaba encantado, porque le preocupaba que pasáramos un día sin protector de pantalla para el móvil, no se nos fuera a caer; pero no deja de ser un poco exagerado, todo. Menos mal que los viajeros de trenes de larga distancia tenemos una referencia que nos ancla al terreno y al tiempo, que nos impide asumir esa distorsión engañosa de la realidad y nos protege de la ilusión de inmediatez y facilidad que nos pretende vender la sociedad de consumo. Nosotros seguimos cultivando la paciencia, y no necesitamos libros de coaching elogiando los beneficios olvidados del aburrimiento: nosotros somos los que más sabemos del aburrimiento de España, después de los empleados de las fotocopisterías, que si entras y les pides algo raro, como en A-5 apaisado, a doble cara y con canutillo, se te quedan mirando un rato fijamente y muy al fondo de los ojos parece brillarles una luz, como si algo en ellos quisiera recordar que una vez conocieron otra vida.


Las primeras personas que me crucé al salir de Chamartín fueron dos orientales con gorros de lana, botas de alpinismo, cazadoras de piel de borreguillo y dos mochilas gigantes, y por un momento temí haberme equivocado y estar en Nepal. Pero comprobé que no: el avión a Katmandú tarda, en casi todas las compañías, menos de las dieciséis horas que duró mi viaje.