Blogue | Permanezcan borrachos

Segunda parte

Algunas mañanas me detengo a hacer una foto a los trastos que dejan junto al contenedor. Al hacerlo me digo que quizá

Maruxa
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A SETENTA y cinco metros de la guardería a la que va mi hija hay un contenedor de basura precioso. Es un secreto casi perfectamente escondido. Se encuentra en una calle sin salida. Nunca pasan coches, aunque la otra semana uno atropelló a una señora mayor. No fue nada. Rasguños. Los conductores se pierden algunas veces por la calle en busca de un sitio en el que aparcar, a la desesperada, y avanzan tan despacio que los atropellos se vuelven una frivolidad. Hay dos bares. En uno, el camarero cambia cada quince días, lo que produce un efecto parecido al de la tristeza fría. En el otro, el camarero siempre es el mismo, pero se nota demasiado que odia su oficio, aunque no querría trabajar en nada distinto. ¿En qué se nota? No sabría decirlo. Le gusta sentarse en la terraza cuando no hay nadie y quedarse mirando a la gente que no pasa. Me llama la atención que a veces fuma un cigarro apagado, y hace que expulsa un humo que nadie ve. A lo mejor no odia tanto su empleo. Enfrente de su local hay un taller de artesanía. Cuando paso a su lado, sin darme cuenta acelero la marcha. Creo que me dan miedo los platos pintados a mano, los cuadros de jarrones con flores amarillas y rojas, los tapetes bordados, las figuras de barro.

Con este panorama el contenedor destaca el doble. Es gris y tiene la mejor basura de Ourense. Muchas veces ni siquiera es basura. Algunas mañanas no me queda más remedio que soltar a Helena de la mano y decirle "espera ahí, pequeña", mientras me detengo a hacer una foto a los trastos que abandonan a su lado los vecinos. Supongo que les da pena arrojarlos al interior. Sería como gritarles "¡Idos al infierno!". Al fotografiarlos me digo que quizá me sirvan para una novela, un género que admite bien los retales.

Unas veces es un colchón al que se le quedó la forma de sus dueños de tanto dormir en la misma posición. Otras es un sofá en el que se vertieron cervezas, refrescos, comida, sobre el que se hizo el amor, o se rompió, y que, el último día, cuando la dueña regresó a casa, encontró hecho añicos, con el perro tumbado a sus pies, mirándola, sin saber cómo decirle "fui yo". Creo que mi hallazgo preferido fue un fax viejísimo, hace un año y pico. Alguien lo había abandonado en la acera, como si a la vuelta de los años el cariño no bastase para seguir a su lado. El uso lo había vuelto amarillo, pero no tan amarillo que al verlo no pudieses sospechar que aún funcionaba. Ese día me quedé un rato mirándolo, mientras imaginaba que de pronto comenzaba a sonar y entraba una nota de prensa de la Xunta de Galicia, en la que se detallaba que Manuel Fraga había inaugurado un río, un puente, un punto limpio, una granja de pollos, un área de ocio levantada sobre un antiguo vertedero, un instituto, un muelle, una lonja, una piscina, un polideportivo y un tanatorio, todo antes de la hora de comer, sin mirar.

El caso es que meses atrás ya habían arrojado un Monet a la basura

Hace una semana, Helena y yo partimos hacia la guardería como en un día normal. Pasamos ante el camarero del cigarro apagado, y entonces descubrimos un cuadro apoyado en el contenedor. "Mira, un Picasso", dije con el tono anodino que empleo cuando me pasa algo casi maravilloso. El caso es que meses atrás ya habían arrojado un Monet a la basura. Aquel era un vecindario extrañísimo. "¿Un Picasso?", preguntó la niña. "Las señoritas de Avignon", precisé. Era una de esas láminas tan cutres que se entiende que la gente se deshaga de ellas. Su dueño se había molestado en enmarcarla y ponerle un cristal, que ahora estaba roto, como si hubiesen estrellado un objeto contra él a propósito. Al lado del Picasso había un palo de escoba. Esta sería una historia más, de las muchas sin principio ni final, de no ser porque después de dejar a Helena en la guardería, volví a pasar al lado del contenedor y el cuadro había desaparecido. No habían transcurrido ni tres minutos y alguien se lo había llevado. La vida es una sucesión de inesperadas segundas partes.

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