Opinión

El canto de la sirena

El mundo, la sociedad, los individuos, estamos cambiando radicalmente, según los mensajes que llegan al retiro que impone el coronavirus. La transformación será consecuencia, en parte, del acoquinamiento, para decirlo en fino, al que nos someten 24 horas televisivas de noticias. En lugar de información útil para una mejor respuesta individual y colectiva a los riesgos y en lugar de contribuir a un clima de paz interior en el confinamiento, dan primacía al espectáculo, a la sensación. Nos saturan con mensajes que incrementan el desasosiego de quienes estamos confinados.

Volvamos al inicio, al cambio radical que pronostica alguno, fruto de un optimismo cósmico o quizá de una embarazosa situación del pensamiento. Parece que todos realizamos un gran esfuerzo de concentración durante la reclusión: nada de distraerse. Hay lecturas que así lo apuntan como un artículo del exministro Moratinos, gran representante actual de la Alianza de las Civilizaciones. Para algo sirvió el invento de Zapatero. También algún ilustre sociólogo describe como una realidad absolutamente nueva, y mejor, la sociedad que saldrá de esta parálisis. Pertenece a la condición humana imaginar cielos seculares o paraísos. Pero sucede, salvo que recuerde mal las lecciones de Mannheim, que no es lo mismo la utopía que moviliza para transformar que la ideología que conserva. Creo que es puro opio para el pueblo este entusiasmo por un cambio que surgirá de la nada.

Algún expolítico, como Miquel Roca, pone pie en tierra: ve como un objetivo incuestionable la reafirmación y profundización en el Estado de bienestar, la corrección de la curva que acentúa desde 2008 las desigualdades, con una mínima minoría que sola acumula y multiplica más riqueza que toda la restante mayoría: adiós a las clases medias. Las lecciones de la pandemia dejan una evidente necesidad la recuperación de ciertos valores cuestionados por un discurso que no repara ahora mismo en que la escasez de respiradores para los infectados también se debe a un oligopolio, que permitieron por desregularlo todo o por pagar favores. O valores que ridiculizamos en la frivolidad que nos marcó hasta que llegó lo no previsto: la vulnerabilidad del hombre 5-G.

Dudo de ese paraíso que anuncian para cuando salgamos de esta. No es cierto que diariamente, durante varios minutos, nos sentemos todos, con la espalda recta, los ojos cerrados, las manos sobre las rodillas y respirando lenta y profundamente. Tras esa meditación diaria habríamos decidido que seremos más justos, más solidarios y más austeros y así cambiará este mundo tras la pandemia. Se impondrá entre nosotros —si sobrevivo, me incluyo— la felicidad pública, basada en el principio de igualdad que el coronavirus hace real al no diferenciar por renta en sus víctimas.

La experiencia de estos días dice que flaquea la solidaridad, la coordinación y los liderazgos europeos frente a los más castigados por el virus. Campanella escribió La ciudad del sol después de un largo confinamiento en la cárcel, por una conjura antiespañola. En este confinamiento del siglo XXI empezamos a describir el gran paraíso antes de salir del encierro. Pero el cielo, también secular, hay que ganarlo.

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