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Ascensión en A Coruña

Lo mejor de vivir y trabajar en dos ciudades son los festivos locales

CON UN OJO entornado por el sol y otro en la cadera del camarero, le escucho decirme: "¿Un poquito de vichissoy?". Mirando la tapa con asombro, pienso que ya no reconozco los bares de esta ciudad, tan obsesionados con sofisticarse para engatusar inditexteros, esa adinerada tribu que cualquier negocio se muere por tener como clientela. Enseguida me aburro de criticar y vuelvo la vista al camarero. Me pregunto cómo de infiel sería si me abriese un Tinder para saber algo más sobre esas cinturas alegres que aparecen en primavera.

Me dan las doce y media en la terraza de La Mar de Bonita. Tres mesas ocupadas: una pareja de jubilados con ese aspecto cremoso de cruceristas nórdicos, una señora en sisas con perro salchicha y un hombre en mocasines que se atusa su pelo de regatista, mientras dice por teléfono: "Mariajo, hay que avisar a papá de que no gaste lo que no tiene". Sin conocer de nada al padre de ese señor, de pronto me apetece que se funda hasta el último euro de la familia en coñac del caro o cartones del bingo. No corre ni pizca de viento, mi móvil marca treinta grados y el sol me tuesta los brazos. Cierro los ojos y olvido a Houellebecq sobre la mesa. Hoy no toca pensar que el mundo se desmorona.

Además de no coincidir con tu jefe en Gadis, lo mejor de vivir y trabajar en ciudades distintas son los festivos locales. Cruzarse con amigos que van a la oficina y tú con esa sonrisa del que libra entre semana. Aprovechar que todo está abierto para comprar un móvil nuevo, arreglarse la barba, ir al gimnasio. Adivinando mis pensamientos, el perro salchicha de la señora me dedica un bostezo elástico, de dibujo animado. Yo le correspondo, sintiéndome orgulloso de no celebrar fiestas como la Ascensión en clases de zumba. Feliz, pido otro ribeiro. "Sin vichissoy, por favor".

Realmente, parece haber salido de casa con una montaña de argumentos para defender el salmón

Por mucho que lo intenta, la pescadera no encuentra el adjetivo que busca y yo llevo cinco minutos viéndola encadenar muecas de concentración. La culpa es mía por preguntar a qué sabe ese pez. A la mierda, la castañeta.  "Dos lomos de salmón, por favor". Ahora la cuestión es con piel o sin piel. Al parecer, para el horno mejor sin ella. El señor de atrás discrepa. El hombre no sólo lo tiene claro, tiene una teoría. Realmente, parece haber salido de casa con una montaña de argumentos para defender el salmón al papillote con piel. Su interminable discusión me genera ansiedad y miro arrepentido a la castañeta.

A la salida del mercado reconozco a otro ocioso compañero del tren de las ocho. Van tres esta mañana. Se pasea en bermudas por debajo de la rodilla, como si hubiese salido del camping. Juraría que es uno de esos pájaros de la Oficina de Auditorías. Nos saludamos intercambiando la misma sonrisa administrativa, sin ganas de pararnos y forzar una conversación. Pienso en el vértigo de los heteros que visten traje cuando llega el fin de semana. Me pregunto si ese miedo al vacío será lo que les lleva a caer en manos de Desigual.

En el Orzán, casi me atropella un ciclista con ese peinado eléctrico de los Erasmus. Coruña se ha llenado de bicis de segunda mano. Todo el mundo parece más joven sobre ellas. Quizá debería comprar una. Sobre mi mountainbike roja, me siento como uno de esos padres tripones enganchados al Decathlon. Sin embargo, si me hiciese con un trasto vintage, tarde o temprano se le saldría la cadena y sería un auténtico estropicio, grasa por todas partes, minúsculas llaves que no sé para que sirven… Descarto la idea, aunque me siento feliz de tener tiempo para analizarla.

Hace una semana se me ocurrió hacer una referencia al camarero en este blog y temía que nos reconociese

 

De regreso a casa, paso al lado del café donde hemos desayunado. A mi Lama le daba reparo entrar. Hace una semana se me ocurrió hacer una referencia al camarero en este blog y temía que nos reconociese. En realidad, todo lo que escribí fue que resultaría más sexy sin ese flequillo de sauce llorón. El chico estuvo amable, el mechón de pelo continuaba creciendo y, aunque no notamos ninguna hostilidad especial, mi Lama sigue pensando que debería escribir más historias como esa de los patos y dejar en paz a la gente del barrio.

Al despertarme esta mañana, mientras remoloneaba en cama, pensé en cocinar algo especial para Dani. Sorprenderle con cualquier cosa sepultada en curry y leche de coco. Compraría el móvil, me arreglaría la barba, volvería pitando del gym y me pondría el delantal.  En aquel momento parecía un plan sólido, sin fisuras. Me doy cuenta de que son casi las tres y el salmón sigue en la bolsa. A toda prisa lo meto en el horno y me pongo a escribir mientras se cocina. Esta mañana se me han ocurrido un par de ideas estúpidas. Son realmente malas, aunque uno nunca sabe lo que puede dar de sí una mala idea hasta que de pronto algo empieza a oler a quemado.

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