Opinión

Distracción

He estado repasando algunos artículos pasados y entradas antiguas de mi blog, y me sorprende cuánto he hablado del aburrimiento
El vicio solitario - Portorosa

Los blogs, que entonces simbolizaban casi la desaparición de la comunicación personal y el fin de las amistades reales, ahora me parecen poco menos que el jardín de Epicuro. Los temas de conversación, el tono en el que se discutía, la actitud con la que aparecían nuevos visitantes: todo aquello resulta ya increíblemente tranquilo y constructivo. Da miedo pensar que algún día lleguemos a intercambiarnos mensajes a través de un medio tan degradado que recordemos Twitter como algo civilizado.

Pero no, en verdad creo que aquello era bueno ya entonces. Y, de hecho, yo disfruté mucho. Y que la clave, la gran diferencia, estaba en el ritmo, en la velocidad del formato, la frecuencia de publicación y de participación, que nos parecían casi inmediatas, pero no lo eran. El concepto de inmediatez, como todos, también precisa ser definido. Comparado con el de las redes sociales de hoy, aquello era como jugar al ajedrez por carta en lugar de en Chess.com: permitía pensar lo que escribías, pensar sobre lo que te contestaban, y pensarte tus respuestas; y todo sin prisas, porque nada desaparecía ni dependía del algoritmo. Las conversaciones duraban días, si no se prolongaban semanas. Unas conversaciones, por cierto, que durante varios años, cuando mi hija era pequeña y yo pasaba las tardes solo con ella, fueron las únicas de adulto que tuve.

Y en una de ellas, en uno de aquellos intercambios de comentarios, en 2009, colgando de otro post más sobre el aburrimiento, mi añorado y querido NáN decía que él solo se aburría cuando tenía que estar con gente que lo aburría y debía prestarles atención; y que, incluso así, si podía pensar, si tenía libertad para evadirse mentalmente, se salvaba. Ni haciendo cola, se aburría. No en vano su madre le había enseñado, de niño, que quien se aburre se aburra.

Y seguía diciendo que, en contrapartida, odiaba eso que se llama distraerse. Distraerse, que no divertirse. Distraerse como algo pasivo, receptivo, como descuidándose y contentándose con lo primero que nos pase por delante, que haga pasar el tiempo, que nos entretenga –otra palabra–. Concluía NáN estableciendo lo que para él era una combinación indisoluble: a los que les gusta distraerse son los mismos que se aburren.

Y vuelvo así a mi columna de la semana pasada, en la que, a pesar de empezar con buen pie, con un comentario de Josep Pla, adoptaba yo un tono bronco y refunfuñón, y me quejaba de la superficialidad de nuestras interacciones, del peso de las apariencias huecas, de la vacuidad imperante y varios rasgos apocalípticos más de nuestro tiempo. Rasgos que en mayor o menor medida relacionaba con el uso y abuso del móvil. Y es que soy muy pesado con lo del móvil. No creo que desde, como mínimo, la invención de la televisión, haya habido un fenómeno social tan determinante, tan disruptivo, que se dice ahora, como la aparición de los smartphones y, con ellos, la posibilidad de llevar encima, en nuestro bolsillo, todo eso que llamamos el metaverso, y que no es simplemente internet, sino un espacio alternativo donde vivir, como sabemos. Y estoy convencido de que todavía estamos empezando a calibrar el enorme impacto que tiene y tendrá, salvo cataclismo tecnológico, en la sociedad, en la vida, en la Historia y en nuestra evolución. Y no exagero.

Pero, empezando por el presente, mi primera queja es precisamente la de la distracción. Eso es lo que, en mi día a día o, mejor dicho, en el día a día de mis hijos, más me cabrea, las horas eternas que emplean en algo que, excepto en contadísimas ocasiones, no merece otra consideración que la de simple entretenimiento, simple distracción: pasiva, uniformadora, simplona, vacía, frívola, anestesiante y que, en fin, no aporta nada. Y que, desde luego, y como decían NáN y otros en aquella entrada, no te trae a la vida, sino que te dis-trae de ella.

Tengo otro amigo –tengo varios, aunque con textos como este parezca mentira– que identifica a algunas personas como agujeros negros. Son las que, en una conversación, fagocitan cualquier tema de interés y obligan a hablar solo de tonterías. Y ese y no otro es mi gran lamento, el discurso repetido una y otra vez a los niños y, por el momento, completamente ignorado: lo peor no es lo que hacen con el móvil, sino lo que dejan de hacer por su culpa.

Demasiado tiempo distraídos.

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