Opinión

El estado de la mar

Me despierto y hago un repaso rápido para recordar si estaba preocupado por algo
botella con un barco

Medio dormido todavía, con cautela, dejo que la cabeza vaya avanzando, que vaya tanteando el terreno un poco por delante de mí, casi con independencia, y compruebe si en este momento estoy teniendo algún problema. Voy despertando, voy tomando consciencia de las circunstancias y trato de comprobar si hay algo que me esté disgustando, alguna preocupación pendiente.
Porque, a menudo, incluso cuando he atravesado momentos en los que sufría problemas serios –más serios que los que suelo traer aquí–, sucede que la mente, durante los primeros segundos de vigilia, no los recuerda. Tarda un poco en darse cuenta de lo que pasa. Poco, muy poco, pero lo suficiente para hacernos vivir un espejismo de tranquilidad. Otras, en cambio, la sensación es, desde el primer instante, la de que ocurre algo: no sabes qué, pero estás más que seguro de que cuando te acostaste el día anterior sostenías un gran peso sobre los hombros y, aunque no aún no recuerdes de qué se trata, su sombra ya te está esperando, sin permitirte ni un momento de respiro.

El sábado fuimos con nuestros amigos a Betanzos, Betanzos de los Caballeros, cuyo casco histórico es, por si alguien aún no lo sabe, una preciosidad que hay que conocer. Callejeamos, tomamos unas cañas, bebimos vino, volvimos a probar los riquísimos preñados de queso en la Casa do Queixo, y comimos, por supuesto, tortilla, con vistas a dos iglesias y bajo un cielo azul. Todo a favor, todo, salvo un mar de fondo que no se veía pero no me dejó disfrutar como esperaba y habría querido, del sitio, de la compañía y de los placeres de la mesa.

El fondo, ese fondo que sirve de base sobre la que colocar todo lo pasajero, y que puede ser estable o inestable. Ese fondo que lo condiciona todo, para bien o para mal.

A menudo detecta algún contacto: recuerdo el problema que me inquieta y ya me quedo con él

A veces, en lugar de al despertarme, ese repaso llega cuando me acuesto, o incluso en un parón en medio de la jornada, en cualquier momento de calma en el que baja el ritmo y de repente tengo tiempo para recomponerme. Entonces, como en esas mañanas, es como si encendiese un radar que fuese barriendo los trescientos sesenta grados de mi horizonte. Lo veo girar, veo la pantalla negra con el haz verde buscando. A menudo detecta algún contacto: recuerdo el problema que me inquieta y ya me quedo con él. Cuando, en cambio, no aparece nada, respiro tranquilo y descanso. Si estoy en la cama, me permito fantasear, decido en qué pensar y me duermo.

Tras el sábado, fiel a su costumbre, llegó el domingo. Y fuimos a un funeral, al funeral de una mujer que conocíamos poco, apenas de saludarnos por la calle y cruzar unas frases, pero que nos caía muy bien. Nos enteramos esa misma mañana de que había muerto.
Fuimos al funeral, a misa, algo que no solemos hacer, aunque hubo una época, hace ya bastantes años, en que las cosas eran distintas. Fuimos y escuchamos hablar de ella. Escuchamos decir, sobre todo, que había sido una buena persona; y que eso era lo mejor que se podía ser. Y vimos al marido, al pobre viudo, llorando encorvado, devolviendo abrazos como podía, y yo creo que, en medio de todo el dolor, todavía sorprendido, todavía asombrado por todo aquello, por que su vida se hubiese dado la vuelta de aquella manera.

Y, claro, pasó, por muy tópico que resulte, lo que tenía que pasar: el mar de fondo se calmó. O, si no se calmó del todo, desde luego dejó de ser una molestia. Porque, abundando en el lugar común, no hay como presenciar una tempestad, no hay como, simplemente, oírle contar a alguien lo que es enfrentarse al oleaje, al oleaje de verdad, que hace de ti lo que quiere, que te zarandea como a un muñeco, para hacer un ejercicio de madurez, recobrar el ánimo y poner las cosas, tus cosas, aquellas preocupaciones, en su sitio.

Y nos dimos la mano.

Comentarios