Opinión

Elvis

El 18 de agosto de 1997 una caravana de veinticinco limusinas blancas cruzó las calles de Memphis. Un río de gente en el borde de la carretera lloraba a su paso

Mi hija no puede entender por qué tantos famosos, sobre todo artistas, acaban mal: alcoholismo, drogas, la ruina, suicidios, etc. No comprende cómo quienes han conseguido lo que medio mundo desea pueden tirar, poco a poco o literalmente, sus vidas por la borda. Una lógica aplastante pero que no se para a pensar que las dos o tres cosas que realmente determinan nuestra felicidad son, no solo imposibles de comprar, sino desesperantemente difíciles de descubrir, de encontrar. Y que en esa búsqueda es muy fácil perderse. "Me bajo del escenario y estoy sola", decía Janis Joplin.

Estos días he estado viendo vídeos de Elvis. Una tarde me paré en uno y el dichoso algoritmo —quién le iba a decir a nuestros profesores de BUP que oiríamos esa palabra a diario— me los pone delante cada vez que cojo el móvil. Y estoy sorprendido: por lo bien que cantaba. Lo bien que cantó no solo al principio, que ya, sino hasta el final. Cómo su voz, a pesar de su salud, a pesar de su deriva y de todo, seguía teniendo la misma profundidad y calidez.

Hasta el final, cuando escenificó como nadie esa decadencia que a mi hija le cuesta tanto explicarse. La decadencia de las capas de lentejuelas, de su reloj de pulsera del tamaño de un naipe y de su megalomanía. Del hombre que al final era esperado a pie de escenario por sus asistentes y llevado en volandas hasta su limusina para sacarlo a toda velocidad, como un presidente en peligro. Del que se quitó las gafas en el asiento trasero y miró por la ventana, sin ver, con aquellos ojos, antes fabulosos, ya vidriosos, apagados, agotados y perdidos. Perdidos, sin haber encontrado nada.

Murió con 42 años y cien mil personas hicieron cola para visitar su capilla ardiente. Graceland se vio rodeada de millones de flores. Y su padre —porque tenía padre— le prometía, mientras ayudaba a llevar su féretro, que enseguida estaría con él.

Y, sin embargo, cuando apenas se reconocía en aquella cara hinchada, cuando ya parecía uno de sus imitadores y era tan desgraciado como los peores de ellos, de repente Elvis Presley sonreía con aquella sonrisa de medio lado y, como solo les sucede a los tocados por los dioses, bajo toda su tristeza se podía ver por un segundo al chico irresistible que había cambiado para siempre la historia de la música. Y entonces me da aun más pena. Porque, aunque sea injusto, los tocados por los dioses me dan más pena.

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