Opinión

Entre la gente

A mí Antonio Muñoz Molina me cae bien. No lo conozco, naturalmente, pero no veo que eso suponga ningún obstáculo.
PORTOROSA

AL FIN Y AL cabo, incluso cuando conocemos a alguien, lo de que nos caiga bien o mal tiene poco que ver con cuestiones racionales, con características suyas que necesitemos valorar de cerca y con tiempo; a menudo es todo bastante ilógico y caprichoso, y un detalle aislado pesa más –y de un modo que no siempre entendemos– que mil datos contrastados. Y Muñoz Molina me cae bien, por sus artículos, por su aspecto –es fundamental, el aspecto, para caer bien o no– y porque tiene un perfil profesional que no hace falta ser muy especial para envidiar: en resumen, el de escritor que vive de escribir, que escribe ficción pero además opina y opina cosas que me gustan, y que aun encima ha sido director del Instituto Cervantes en Nueva York, que para mí, así de lejos y sin saber nada de aquello, suena alucinante, a pesar de que su mujer, Elvira Lindo, haya dejado claro más de una vez que los que decimos que viviríamos en Nueva York solo lo decimos porque no lo hemos probado.

Pero no había leído ningún libro suyo; únicamente artículos y columnas. Y, porque me cae bien, me dio rabia empezar, hace un par de semanas, su El invierno en Lisboa y comprobar que no me gustaba. Me resultó decepcionante, hasta el punto de dejarlo cuando llevaba menos de cincuenta páginas. No por la historia, que prometía, sino por el estilo: básicamente, cada párrafo pretendía incluir un par de frases antológicas, cargadas de reflexiones, imágenes y metáforas, en mi opinión, muy forzadas. Unos músicos tocando jazz lo hacían como si un cuadro cubista fuese bosquejado a lápiz. Y hojeé el libro y vi que continuaba así hasta el final, símil tras símil. Y no seguí. Y además no entendí cómo había podido ganar el Premio de la Crítica, en 1987.

Y por eso, porque me cae bien, estoy encantado con otro libro suyo que acabo de empezar, Un andar solitario entre la gente (Seix Barral). Me queda casi todo por leer, pero ya sé que me va a gustar. Está a mitad de camino entre el diario y el cuaderno de apuntes, en buena parte tomados durante sus paseos por la calle. Y Molina hace observaciones y reflexiones interesantes y pertinentes. Y naturales, si es que tiene sentido hablar de naturalidad cuando lo que se hace es darle vueltas a lo que para el resto es normal y corriente.

Y sé de sobra que es una desfachatez que un aficionado como yo haga afirmaciones de este tipo, pero creo que en estos treinta y cinco años Molina ha aprendido que, para decir que, a alguien, lo que más le gusta en el mundo es tomarse una cerveza los domingos mientras cocina, llega con decir exactamente eso. Y más aún: que en eso hay más poesía y más verdad que en decenas de giros intelectuales tratando de aprehender sentimientos esquivos.

Me coincide esta lectura con la de Modernidad líquida, el famoso libro de Zygmunt Bauman, que quería leer más que nada para poder usar esa expresión sabiendo, de una vez, qué significa. Y en él, en el capítulo dedicado al Espacio/Tiempo, habla precisamente, citando a un tal Richard Sennet –que no conozco ni he gugleado, que tampoco pasa nada por perderse una referencia–, de la ciudad como lugar de encuentro entre extraños. Encuentros sin un pasado niun futuro probable, y que se desarrollan bajo las reglas de la llamada civilidad, que no es más que esa cualidad que nos permite relacionarnos de una manera admisible pero impersonal con quienes no tenemos, precisamente, relaciones personales.

Esa civilidad, necesaria en nuestras sociedades, exigiría, como es fácil de entender, el uso de una especie de máscara, cuyo propósito fundamental es privar a los demás de nuestra carga, y viceversa. O sea, facilitar el contacto sin lastrarlo con el peso de nuestra historia y nuestras circunstancias más importantes. Todo lo cual puede verse, supongo, como la prueba definitiva de la deshumanización de nuestro modelo de convivencia, o simplemente como una adaptación eficaz e inteligente a la alta densidad de población. Lo que observa el escritor en el metro o caminando por Madrid son máscaras, aunque la bajada de defensas que puede provocar el cansancio le permita ver, de vez en cuando, bajo ellas, en algunos rostros, toda la carga que llevan a cuestas.

Me caben pocas dudas de que, por útil que sea, es cuando nos despojamos de esa protección, cuando salimos del descansillo de la escalera, cuando surgen las ocasiones que valen la pena. Que es más o menos lo que le ocurre a Muñoz Molina un día con un sobrino suyo, justo al que le gusta cocinar con una cerveza, antes de una comida familiar, mientras aún están solos: las circunstancias facilitan el acercamiento y, de repente, ambos están allí plenamente, con los cinco sentidos, con toda su atención, y la situación pasa a ser excepcional y –podría suceder lo contrario, lo sé– agradable, digna de recordar. Pasa a valer la pena.

Esta semana he cumplido 52 años. Parece mentira, si yo sé que sigo siendo el mismo niño de siempre. Pero, en este tiempo, al menos he aprendido que no hay nada más importante que los grandes momentos normales. Que son ellos los que te dan la medida del calado de tu vida. 
Y por eso hay que contarlos.

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