Opinión

Escepticismo en abril

Estoy tomando un café en la terraza de un bar. Estoy yo solo, y unos pájaros picotean entre las patas de las mesas. Es lunes de abril en Madrid.
táboa

Abril es el mes más cruel, dijo T.S Elliot. No sé por qué creía que era este mes y no otro -noviembre, por ejemplo, tan segundón-, pero, cuando algo lo dices tan bien, es difícil no creer que es verdad. No obstante, hace una bonita tarde, hay mucha gente paseando y varias personas cruzan por delante haciendo ejercicio —ya nadie dice footing—. 

Creo que, a la hora de plantearnos —si es que nos lo planteamos— nuestro modo de actuar para con la sociedad, nuestro grado de interés e implicación, estamos expuestos a dos tentaciones: la torre de marfil y el escepticismo. Aunque tal vez ambas sean las dos caras de la misma moneda: el pesimismo.

La torre no es mala como refugio. Es bueno tener un sitio seguro y confortable donde subir de vez en cuando a descansar. No pasa nada por querer escuchar Radio Clásica mientras te duchas, en lugar de los últimos datos sobre la pandemia; o al menos eso me digo a mí mismo. El escepticismo, por su parte, como antídoto contra la credulidad acrítica, es no solo útil sino imprescindible. Pero ni podemos quedarnos para siempre en la torre, atrincherados frente al mundo, ni podemos tachar de ingenua cualquier muestra de confianza. La torre nos aleja de los demás, lo que, además de egoísta, es una táctica imperfecta que siempre acaba fallando: la realidad tarde o temprano llama a nuestras puertas, y lo peor es que probablemente entonces ya no sepamos ni cómo tratarla. En cuanto a esa actitud de estar de vuelta de todo, de ir por el mundo abriéndoles los ojos a las pobres almas cándidas que no se dan cuenta de cómo son de verdad las cosas, me parece irritante y, a veces, hasta mezquina. Quienes se creen que si tienes ilusión por ciertos proyectos y fe en ciertas luchas es porque no te enteras de nada, son aquellos tontos que decía Machado que no habían ido a ningún sitio.

Dice el exministro Moratinos que el pesimismo es el esnobismo del siglo XXI


Los pajarillos picotean migas entre las colillas, ajenos a la fama poética del mes, ajenos a que cría lilas de la tierra muerta, mezcla memoria y deseo y remueve turbias raíces con lluvia de primavera. Claro que lilas o raíces hay pocas, y no llueve. Al cabo de un rato entra un grupo de cuatro o cinco mujeres de alrededor de sesenta años, que le van diciendo a una de ellas que tiene que dejar tiempo para sí misma, que debería reservarse un día o al menos unas horas a la semana para sus cosas, que también tiene que cuidarse, no solo cuidar a los demás. Como no hay nadie, cuando pasan por mi lado les digo que estoy de acuerdo, que la caridad empieza por uno mismo, y que a quién hay que convencer. La susodicha levanta la mano y se ríe. Me recuerda a una de las protagonistas de la serie que acabo de empezar a ver: Life. Al fin, tras meses de travesía en el desierto, creo haber encontrado una que me gusta de verdad.

Dice el exministro Moratinos que el pesimismo es el esnobismo del siglo XXI. Está bien, pero yo añadiría algo: además, es la excusa perfecta. La desconfianza, el recelo y las dudas siempre parecen tener motivos, y hasta razón. A veces, naturalmente, porque hay problemas difíciles de resolver y no llega con ponerle ganas, digan lo que digan las tazas con mensaje. O porque las soluciones que se barajan no lo son. Pero otras, porque el derrotismo es un claro ejemplo de profecía autocumplida; porque descartar algo por inútil, porque ya se ve que es una estupidez que no vale la pena ni intentar, evidentemente lo condena al fracaso. Fracaso que, para ellos, para los que no han movido un dedo, no hace más que validar su falta de fe y demostrar lo espabilados que son. Cuántas veces he visto eso, el listillo caradura, o el frustrado amargado, recibir cualquier idea, cualquier propuesta, con una sonrisa resabiada y una descalificación a la totalidad; y, naturalmente, aciertan, y la propuesta no prospera y la idea no da resultado. Lo que no parecen saber es que ellos no son el mensajero, sino la causa.

Pago. Me despido de las mujeres. En la mesa queda la taza de mi café, con el sobre del azúcar vacío doblado en el plato, sujeto por la cucharilla. Me voy. A veces las torres de marfil son una mesa al sol de abril.

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