Opinión

Estudio núm. 1 de Chopin

Al final, uno continúa, claro. Qué va a hacer. La gente sigue muriendo. Siempre muere. Y continuamos.
Soldando tocando o piano

AYER, POR primera vez en casi tres semanas, de nuevo tomé un café mirando a los demás. Me permití dejar de atender a la guerra y traté de no pensar. A mi lado, una mujer de mi edad hablaba con su padre, que deduje que llevaba tiempo divorciado, y le preguntaba, riéndose, si había ligado. Le tocaba la mano de vez en cuando. Fue un descanso verlos y oírlos.

Supongo que, cuando esto se pase –y ojalá se pase pronto y de un modo que no sea el más terrible–, me cansaré de nuevo de Twitter, porque ya noto que, conforme vamos normalizando lo de Ucrania, las opiniones prescindibles sobre temas irrelevantes recuperan terreno; pero por ahora sigo en él. Y he visto ese vídeo en el que otra mujer, al regresar a su casa destrozada, se sienta al piano, levanta la tapa, pasa la mano por el teclado para limpiarle el polvo y se pone a tocar. Su hija de dieciséis años va grabando el piso: las ventanas reventadas, las puertas rotas, el suelo y los sillones y las camas llenos de cristales, las cortinas descolgadas, los muebles desplazados de su sitio, y cascotes, la escalera llena de escombros, la cocina encharcada, agujeros en alguna pared y alguna prenda de ropa tirada. Mientras suena la música. Y es todo trágico. Habrá quien diga que, si la casa no recordara a la mía, o no reconociera la música clásica, no me lo parecería tanto. Y es verdad, como ya he explicado. Porque yo en aquella ucraniana veía a mi amiga Olga, si ella tuviese que dejar su casa con sus hijos y su marido, y se despidiese de su piano antes de que una bomba cayese demasiado cerca. Y, aunque ella es muy de tocar la Marsellesa, a lo mejor incluso tocaría un fragmento de Tchaikovsky o de Rajmáninov, para que todo fuese todavía más absurdo, más incomprensible y más triste.

Discutir se está poniendo difícil. Nosotros solíamos discutir mucho y bien con nuestros amigos, y después de dos años haciéndolo por whatsapp ya nos resulta casi imposible. Las discusiones, como bien dijo una amiga, son amargas. Yo se lo achaco al medio, porque nosotros no hemos cambiado, o no tanto. Pero el caso es que ha ocurrido. Discutir por escrito, sin verse la cara, es complicado, por mucho que lo hayas hecho, y es peor, es siempre peor. Y si no, y volviendo al párrafo anterior, dense una vuelta por la aplicación del pajarito: los intercambios de opiniones, o no lo son, porque hay coincidencia total de posturas, o son agresivos, verdaderos enfrentamientos en los que la discrepancia se entiende como un ataque personal.

Hay que tragárselo todo entero, asumir el pack ideológico completo, sin desmarcarse en nada. Faltan espíritu crítico e independencia, y sobra miedo a ser señalado, a ser apartado

Pero, como todos sabemos, porque la verdad es que no paramos de repetirlo, no es solo eso. De acuerdo con el índice de salud democrática de The Economist –según el cual, por cierto, España lleva mucho tiempo estando bastante bien, a pesar del pobre concepto que en general tenemos de nosotros mismos–, uno de los principales problemas actuales de las democracias, incluso de las más avanzadas, es la polarización del electorado y del debate público. Hace poco, en una conferencia sobre el tema en la Fundación Juan March, Ignacio Molina y Juan Claudio de Ramón recalcaban que España era un ejemplo claro de sociedad donde eso se estaba agudizando. Y le decía yo a otro amigo, a propósito de eso, que es bien triste que resulte más difícil, más violento, matizar a los propios que contradecir frontalmente a los extraños, que nos lo pensemos mucho más antes de desviarnos ligeramente de la opinión dominante entre los nuestros que para enmendarle la plana totalmente a los otros.

Hay que tragárselo todo entero, asumir el pack ideológico completo, sin desmarcarse en nada. Faltan espíritu crítico e independencia, y sobra miedo a ser señalado, a ser apartado. Y la autocensura, imprescindible en cierta medida para una convivencia llevadera, se sobredimensiona y acaba convirtiéndose en el vigilante más eficaz. Y yo no sé qué pasará en los ambientes más conservadores, pero en los progres, en la izquierda que me queda más cerca, se comulga a diario con ruedas de molino sin decir ni mu.

Algo estamos haciendo mal. Nos quejamos del descrédito de la democracia, de los populismos, de la amenaza de los totalitarismos, de la demagogia, y no nos damos cuenta de que la solución no pasa por dar con la receta adecuada –eso vendrá luego–, sino por cuidar los ingredientes. Y los ingredientes de la democracia somos nosotros, los ciudadanos. Nosotros, uno a uno, somos los que tenemos que estar a la altura.

Como me parece que lo estaba Irina Maniukina, que volvía a su casa, sin saber por cuánto tiempo, sin saber hasta cuándo, y lo hacía elevándose por encima del miedo, la miseria y el dolor que la rodeaban.

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