Opinión

Un fin de semana largo

Este verano no teníamos planes. Tal vez recuerden que hace dos meses conté, aquí mismo, que Marta, mi mujer, se presentaba a las oposiciones de Secundaria. Que había estado preparándolas todo el año, simultaneando trabajo y estudio, y que lo iba a intentar.

LES CONTABA también que, después de dos décadas resignándose, asimilando que esa frustración, la de no hacer lo que siempre había deseado, iba a ser ya para toda la vida, ese intento era ya un éxito en sí mismo. Porque, para ella, el mero hecho de decidirse, de detener su inercia y tratar de cambiar el rumbo, significaba mucho.

Así que imagínense lo que ha significado aprobarlas. Ya se ha presentado en su instituto, como nueva profesora de Matemáticas, y este jueves pasado entró en un aula por primera vez. Feliz, feliz como pocos nuevos profesores, estoy seguro. Con la ilusión acumulada durante todo este tiempo, durante tantos años de ganas y de pensar en lo que podía haber sido y no fue.... hasta ahora. Mucho van a tener que esforzarse esos adolescentes para borrarle la sonrisa de la cara.

Pero el caso es que el gran acontecimiento eclipsó, lógicamente, todo lo demás, y nos vimos inmersos en las vacaciones de verano de repente, casi por sorpresa, y sin planes.

La mayor parte del tiempo ha transcurrido entre paseos, cafés matutinos, películas de tarde y cañas nocturnas, solos o con amigos. Como un gran fin de semana —y un fin de semana de invierno, además, porque en todo el verano he ido solamente dos días a la playa, y ninguna de ellas en Ferrol: algo inaudito—. Lo cual, como todo, ha tenido su parte buena y su parte mala, porque es cierto que a mí me habría apetecido hacer algún viaje y me he quedado con las ganas, pero, por otro lado, sin duda hemos descansado, que creo recordar que era la idea original de las vacaciones, cuando se inventaron.

El libro me pareció muy bueno, y me hizo reír, aunque no tiene gracia. Es una brillante y en mi opinión profunda reflexión sobre la muerte y, diría yo, la responsabilidad

Solo nos hemos ido, los cinco, cinco días a Madrid, para matar el gusanillo. A los niños les apetecía, a nosotros también, y era una de las pocas opciones que exigían pocos preparativos y, al menos sobre el papel, parecían económicamente aceptables. Hasta que te das cuenta de que, yendo en plan de probar restaurantes y permitirte alguna que otra compra, lo de menos es el viaje e incluso el alojamiento, y lo de más, el gasto diario por la calle. Pero, en cualquier caso, lo pasamos bien. E incluso logramos incorporar, entre tiendas vintage, comida diferente —fuimos al estupendo Buda Feliz 1974, y mi hermano nos volvió a llevar a un indio cojonudo— y hamburgueserías cosmopolitas, tres actividades culturales: una visita al Palacio Real, un recorrido guiado por el Barrio de las Letras y la apuesta siempre segura del Thyssen. Por cierto, en él está La cabaña en Trouville, marea baja de Monet: una maravilla, extraordinariamente sugerente y, a la vez, y no sé por qué, con un aire melancólico, casi triste. Seré yo.

Y no he leído mucho, pero algo he leído. Y no he elegido mal del todo. Uno de los aciertos claros fue El sentido de un final, de Julian Barnes. Ese hombre —El loro de Flaubert y El ruido del tiempo son las otras dos obras que le he leído— me cae bien, y tengo la impresión de que debe de ser un tipo muy inteligente. El libro me pareció muy bueno, y me hizo reír, aunque no tiene gracia. Es una brillante y en mi opinión profunda reflexión sobre la muerte —y, por tanto, la vida— y, diría yo, la responsabilidad, la responsabilidad de nuestras acciones, de nuestras omisiones y de nuestras palabras. Y es triste, sin duda. Pero tanto su tristeza como su profundidad quedan aligeradas por la inteligente ironía de Barnes; que no llega a camuflaras, pero al menos permite digerirlas algo más suavemente, como el agua nos permite tragar las pastillas. Un gran libro, repito.

Este año nuestros hijos pequeños empiezan el Bachillerato, convertido en una verdadera locura en la que, desde el primer día, no parece haber otro objetivo que alcanzar una buena posición en la carrera desquiciada por las notas, por arañar esas centésimas que ahora mismo, con el pico de la campana de Gauss totalmente desplazado hacia la derecha, marcan la diferencia entre estudiar lo que quieres o no. Y a Paula la hemos dejado en Santiago, para hacer segundo, por primera vez en un piso con compañeros, entusiasmada con los pasos que va dando. Yo ya estoy de vuelta en Pontevedra, y desde la ventana veo, lejos, la isla de Ons.

La vida continúa mientras nosotros hacemos planes, como dijo Lennon. E incluso aunque no los hagamos y nos quedemos mirando para ella, como este verano.

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