Opinión

Fotos de invierno

Resulta que Carmiña, una mañana, se encontró una cartera con tres millones de pesetas.

AUNQUE NUNCA habíamos hablado, me lo contó el otro día, el sábado, mientras comprábamos el pan. Fue hace más de treinta años. Ella tenía un café en la plaza, en el mercado, y la cartera se la había dejado una señora en el mostrador de un puesto. Tres millones de pesetas, a finales de los años ochenta, eran una pequeña fortuna. Y los devolvió. Carmiña, que debe de andar cerca de los noventa, me contó que la dueña, que llevaba ese dinero de la empresa del marido al banco, todavía hoy, cuando la ve, se lo recuerda y le está agradecida. Y explicaba que hay que hacer el bien, que siempre hay que comportarse bien, que total, para el otro lado el dinero no nos lo vamos a llevar.

Dice eso, y dice muchas más cosas, si tienes paciencia para pararte un momento a escucharla. Porque parece que lo que más quiere, Carmiña, es hablar.

Por Ferrol anda un chico, de más o menos mi edad —sí, yo también he acabado llamando chico a cualquiera que lo fuese a la vez que yo, aunque de eso haga media vida—, que antes siempre iba paseando con el padre. Me los encontraba muy a menudo: se parecían mucho, aunque el padre estaba más gordo y era calvo, y siempre iban hablando, los dos solos. Se veían, si no pobres, muy humildes, y yo creo que a él, al hijo, le pasa algo, le falta un hervor. Se paraban en las obras, miraban a la gente; pero siempre charlando entre ellos andando muy despacito. Hace dos o tres años el padre debió de morir, porque ya solo lo veo a él. Sigue paseando igual, por el centro —ayer lo vi por mi calle—, pero en silencio.

A lo mejor, muy de vez en cuando. A lo mejor, muy de vez en cuando, los dos eran tan felices como se les veía

Ya digo que creo que debe de tener algún problema, cierto retraso. Y me imagino cuánto debía de sufrir el padre por él, por cómo lo veía y, sobre todo, por el día en que él faltase y el chaval se quedase solo. O sea, por lo que está ocurriendo ahora. Y siempre me pregunté qué pensaría él mientras caminaban juntos, y si alguna vez compartiría su miedo con el hijo, si hablaría con él de esa preocupación, o no podría. Y me rompía el corazón.

Y, sin embargo, al mismo tiempo veía lo bien que parecían llevarse, y pensaba que, a lo mejor, el padre, si durante un rato se le iba de la cabeza su gran pena, era feliz, compartiendo cada día con él. Que a lo mejor había momentos en que se olvidaba de su miedo y una parte de él, una parte muy pequeña y que no se atrevía ni a reconocer, se alegraba un poco de poder estar tanto tiempo con su hijo, de hablar con él, de tener tanta confianza, más que cualquier padre. No sé. A lo mejor, muy de vez en cuando. A lo mejor, muy de vez en cuando, los dos eran tan felices como se les veía.

Y ahora pienso cuánto lo echará de menos el chico. Qué solo se sentirá y cuánto lo echará de menos, el pobre. A lo mejor, también, más que cualquier hijo.

Fuimos por la acera donde jugué tantas horas de pequeño, como había jugado ella antes que yo

Volví a Santa Marina, después de mucho tiempo, de demasiado. Pasé con mi madre junto al patio donde me mordió el Che. Fuimos por la acera donde jugué tantas horas de pequeño, como había jugado ella antes que yo. Llegamos al portal donde viví los primeros años de mi separación, todo miedo y tristeza hasta que empezó a haber luz.

Íbamos a casa de mis tíos, después de dos años exactos sin visitarlos. Se alegraron mucho de verme. Él, perdido dentro de una bata, sin fuerzas para toser. Él, que fue fuerte, judoca, no tiene aire para terminar las frases largas. Ella, que seguramente sea la persona más buena de la familia, supo quién era, pero comentó que, con la barba, por la calle no me habría reconocido, porque había crecido. Lo dijo más de quince veces. Que, claro, con la barba y tan alto, pues que ya no se daba cuenta. Habla como siempre, con las mismas expresiones, las mismas bromas y la misma sonrisa.

Me encantó ir y pasar un rato con ellos; un rato que fue entrañable. Pero la tristeza no se me quita. Había algo en su cara, en esa sonrisa que no se le iba, que parecía desconcierto, como una confusión de fondo que no sé cómo la dejaría al irnos. Me preguntó si conocía a sus hijas, a mis primas.
Qué hija de puta es la vejez, a veces.

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