Opinión

Irène

"He perdido la estilográfica. Pero tengo otras preocupaciones, como la amenaza del campo de concentración"
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ESTO, QUE recuerda a la frase de Kafka sobre ir a nadar y el estallido de la Primera Guerra Mundial, lo escribió Irène Némirovsky en 1942. Pocos meses después fue enviada al campo de concentración de Pithiviers, a pocos kilómetros de París, y de allí a Auschwitz, donde moriría en agosto de ese mismo año.

Acabo de leer su novela Suite francesa (Narrativa Salamandra), recién regalada por un amigo que en poco tiempo me ha cogido la aguja de marear. Hay película, ya se lo digo, que veré aunque la crítica no la pone demasiado bien, pero les aconsejo mucho este libro. Está formado por dos partes, de las cuatro que originalmente había planeado la autora, y se editó y publicó a partir de sus textos manuscritos, conservados durante unos sesenta años por sus hijas Denise y Élisabeth.

Dice Némirovsky en sus notas, recogidas en un imprescindible Apéndice, que las mejores escenas históricas son las que se ven a través de los personajes. Llega incluso a reprocharle a Tolstoi que a veces estropee todo con una idea, cuando lo que se necesita son "hombres, reacciones humanas, y eso es todo". Y, de acuerdo con esa postura, y tal y como recoge explícitamente en estos apuntes, ella se empeñó en rehuir los grandes hechos históricos, y hasta la reflexión que por descontado provocaba en ella todo cuanto vivía, para centrarse en los detalles de la vida cotidiana que la rodearon durante la invasión alemana de Francia y, posteriormente, en el tiempo de convivencia en los pueblos, en las granjas, en las casas, entre vencedores y vencidos.

De la que me ha parecido una gran novela, yo destacaría lo más evidente, que la propia autora comenta luego en sus notas: cómo humaniza a todos, alemanes y franceses, para bien y para mal, y, al tratarlos uno a uno, los despoja tanto de la épica como de la maldición de su papel histórico como grupo, y los muestra como personas. Para bien y para mal. Ella misma promete, en un gesto de una honradez intelectual que me asombra, no volver a descargar su rencor, por justificado que sea, sobre una masa de hombres, sean cuales sean su raza, religión, convicciones, prejuicios o errores; pero que, en cambio, no podrá perdonar a los individuos que la rechazaron, a los que los dejaron caer fríamente, a los dispuestos a darles la patada.

No tiene reparos en mostrar a los soldados alemanes como chicos normales, alegres o asustados, abiertos o reservados, y tan deseosos como ellos de recuperar sus vidas

Le da vueltas, lógicamente, a este contraste entre masa e individuos. Así, por ejemplo, habla de la gente que siempre recibe, los únicos auténticamente nobles, y se sorprende de que la "odiosa masa" esté formada en su mayoría por esa buena gente. A la vez, y aunque no le dio tiempo a escribir esa parte del proyecto, deja ver en sus notas y en lo publicado su clara consciencia de cuántos comportamientos miserables hubo entre sus compatriotas. Y, por supuesto, no tiene reparos en mostrar a los soldados alemanes como chicos normales, alegres o asustados, abiertos o reservados, y tan deseosos como ellos de recuperar sus vidas.

Y es impresionante. Es impresionante que, a pesar de haber visto ya en qué dirección se movía la realidad, a pesar de haberle dado tiempo a sufrir las leyes contra los judíos, conservase esa capacidad de discernimiento. La novela está repleta de ejemplos de comportamientos individuales que se separan del tópico, y sus apuntes recogen estas ideas hasta el final. Se lamenta de la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, de cómo todos se acostumbran a todo: las masacres, las persecuciones… Y, para que nos quede claro también ahora, dice que la única conmoción que cuenta es la primera.

Es todo, en fin, terrible, aunque la novela lo tamiza, le pone un velo personal que permite digerirlo, e incluso disfrutar, como sus protagonistas, de un jardín, de una noche de primavera o de la música.

La desgracia no logra transformarlos ni hacerlos peores

Su segundo Apéndice, sin embargo, compuesto por correspondencia de Irène, de su marido -Michel Epstein, que siguió su misma suerte en Auschwitz pocos meses después- y de varios conocidos, entre 1936 y 1945, no da un respiro ni permite ningún consuelo. Esas cartas, tratando de evitar lo inevitable primero, luego intentando salvarla o al menos hacerle llegar ayuda y noticias de su familia, y finalmente lamentando no saber ya nada de ella, son demoledoras. Pensarlas, pararse a pensarlas, insoportable. No hay perdón, no tenemos perdón.

Pero me ha maravillado que en ellas, en todas, incluso en las más desesperadas, cuando suplican por su vida o tratan de asegurar el futuro de sus hijas, que saben que se quedarán solas, ni la escritora ni su marido pierden la educación. Es alucinante. Tratan de no molestar, intentan ponerse en el lugar de aquellos a los que se dirigen pidiendo favores, y son hasta el final prudentes y comedidos. La desgracia no logra transformarlos ni hacerlos peores. Y eso hace todo, si cabe, todavía más triste, pues hasta el último momento se ve qué tipo de personas eran, su calidad humana, su buen fondo y su carácter pacífico, bien intencionado, confiado y razonable. Y todo resulta, entonces, todavía más incomprensible.

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