Opinión

La fabada del tapicero

Vamos paseando. Bastante rato, porque a veces me paro a explicarme.No me estoy explicando bien.

HE ESTADO hablando por teléfono con mi hijo, y es una de esas ocasiones en que es más evidente lo que importa no estar. Por fin, vamos a cenar. Ya es tarde, casi las once, y yo estoy pegado a la ventana que da a la Gran Vía. Siempre hay gente. Y yo tengo una sensación mezcla de preocupación, vago consuelo y posibilidades.

Un par de días antes de las elecciones fui a por mis papeles del voto por correo. No llegaba a tiempo a la oficina, así que me dijeron dónde recogían los carteros de mi zona y estuve esperando. Aquello no era la Gran Vía. Aunque también había gente. En un descampado, sobre todo mujeres, la mayoría negras, estaban sentadas en el suelo o se apoyaban en los árboles. Al lado, varios hombres fumaban de pie, a la entrada de unas filas de infraviviendas con los balcones traseros atestados. En un bajo pegado al de Correos, un tapicero, con su bata azul, hablaba con otro que decía que llevaba trabajando desde los trece años. Y en una torre cuadrada que presidía todo aquello, en cada cara había un gran cartel: ‘Solo Dios basta. Ven a conocer a Dios’.

Cuando me iba, después de que el cartero, muy amable, me diese mi sobre, me crucé con el tapicero. Volvía del súper con una barra de pan, una cerveza y una lata de fabada, y me quedé mirándolo. Con cierta envidia, me di cuenta. Aquel tío iba a hacer lo que le daba la gana de un modo que ya hasta parece extraño, y vi algo apetecible, liberador, en eso. Un día de estos voy a comer lo mismo, en su honor.

Hoy he cruzado media provincia de Zamora en autobús. Se ha ido haciendo de noche y el amarillo se ha vuelto gris. Escuchaba ‘You are so beautiful’, de Joe Cocker, con los cascos puestos, y no oía nada más. Parecía el final de una película romántica, con una chica andando sola por una calle desierta envuelta en un abrigo grande de hombre. Al otro lado del pasillo iba sentado un matrimonio mayor y las gotas de lluvia corrían a su lado en diagonal por el cristal, contra la luz apenas anaranjada.

De repente había nieve en el campo y en las ramas de los árboles. Ahora la música era de Michael Kiwanuka, la canción de la serie ‘Big little lies’. Pero nosotros, en lugar de conducir por los acantilados de Monterrey frente al Pacífico, cruzábamos el río Esla. A lo lejos se veía un puente abandonado. Todas las cabezas quietas en la oscuridad, todos sentados en silencio por una carretera de Castilla, parecíamos insignificantes y extraordinarios.