Opinión

Lo mínimo

Odio los días, las tardes, las horas, los minutos que no me aportan nada. Odio notar cómo los estoy desperdiciando, lo mucho que preferiría estar haciendo otra cosa

DESDE siempre, o desde que yo recuerdo, tengo la obsesión de aprovechar el tiempo. De no dejar que se vaya en algo que no quiero hacer o que me da igual. Y hablo del tiempo libre, del ocio, que la jornada laboral y las obligaciones no me queda más remedio que asumirlas: hablo de mi tiempo. Es entonces cuando no me perdono una mala elección, y me cuesta perdonar a quien me sabotea ese momento. No soporto la sensación de que aquel rato que tenía para mí está yéndose por un desagüe y, con él, todas las cosas que podría hacer en lugar de lo que hago. Y me oigo a mí mismo repitiendo: "No me interesa, no me interesa…".

Pero la idea de no perder el tiempo puede significar tantas cosas, puede interpretarse de formas tan distintas, que, aunque yo diga eso, en realidad no digo nada. Porque mi manera de aprovecharlo puede ser —y, de hecho, con frecuencia lo es—un perfecto ejemplo, para otra persona, de cómo desperdiciarlo. Y viceversa, doy fe. Tengo un compañero de cenas que de vez en cuando me cuenta la magnífica tarde que ha pasado haciendo sus maquetas: menos mal que no me lee el pensamiento y no lo ve huir despavorido.

Esa tendencia mía no me disgusta. En general, me gusta lo que provoca en mí. Salvo quizá un par de cosas. Por un lado, ese interés casi obsesivo por sacarle partido a mi ocio, el mismo que ha hecho que más de una vez haya salido de casa, a dar un paseo, con un cuaderno para escribir, otro para dibujar y varios libros, por si acaso, como hacía Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en ocasiones se ha vuelto en mi contra y ha llegado a estresarme, porque las posibilidades, la libertad de elección, en lugar de darme la tranquilidad que debían, me presionaban: no me llegaba el tiempo para tantos planes. Es como si, a la hora de disfrutar, a veces las ganas fuesen mi peor enemigo. Por otro, creo que es la culpable, como le decía el sábado a un amigo, de que no lea poesía. Mis frecuentes intentos han sido casi siempre —ha habido esperanzadoras excepciones— breves e infructuosos, pues me parecía que aquello no me daba nada; algo que solo puedo explicar por una decepcionante falta de sensibilidad que, la verdad, no me esperaba de mí.

Vienen las dos de una época y un lugar en los que, siendo niña, lo de estudiar tenía una importancia solo relativa;

Este viernes tomaba un café en mi terraza habitual de Ferrol, en el Lusitânia, y veía a la gente pasar. Imagino que, para muchos, tirando mi tiempo, pero exprimiéndolo, en cambio, para mí. Y, cuando ya llevaba un rato, apareció mi tía Aida. Y le dije si se quería sentar. Y quiso. 

Aida es la prima de mi madre, pero siempre han sido como hermanas. Vienen las dos de una época y un lugar en los que, siendo niña, lo de estudiar tenía una importancia solo relativa; algo que luego han lamentado. Aida, además, es despistada, y eso la convierte, en la familia, en protagonista de muchas anécdotas graciosas. Pero Aida tiene una curiosidad y un interés por aprender admirables e inagotables, una apertura de ideas —sacada no sé de dónde, pero desde luego a contracorriente— maravillosa, y una generosidad y una honestidad en sus relaciones como solo las tienen las personas buenas. Por eso me cae tan bien, por eso me encanta encontrarme con ella. Y por eso la hora que pasamos hablando, contándonos los dos nuestras preocupaciones, fue la mejor empleada del viernes.

Mi mujer me dice que mi forma de ser tiene otra consecuencia negativa: el poco caso que a veces le hago a la gente. Que aun encima se me nota mucho. Y que, ahí, mi reconocido egocentrismo se convierte en egoísmo.

Entonces yo trato de defenderme, y le digo que, como Toni Servillo en La gran belleza, pero antes que él, que tardó sesenta y cinco años en descubrirlo, yo ya hace mucho que sé que no puedo perder el tiempo haciendo cosas que no quiero hacer. Y que la cuestión —y lo que nos convierte, supongo, en mejores o peores personas— es qué queremos y qué no queremos hacer. Que, por ejemplo, si alguien me necesita, yo quiero ayudarle, y le haré caso con gusto. Pero que, si de lo que se trata es de disfrutar, si de lo que se trata es de estar juntos para pasarlo bien, lo mínimo que pido es pasarlo bien.

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