Opinión

Pizzas y cafés

Hoy, viernes, me he ido a graduar la vista. Por ahora puedo seguir leyendo sin gafas, porque la miopía todavía le gana a la presbicia. Eso es que aún soy joven.

LES HE cambiado la arena a los gatos y he planchado un pantalón y tres camisas. Tardo mucho en planchar las camisas, para un resultado que, aun encima, no lo justifica. He quedado con un amigo, que me ha regalado un libro suyo, Tesoros de Apsley House, precioso, sobre la Guerra de la Independencia y su reflejo en las colecciones —pictórica y escultórica, y de vajilla y ornamentos de mesa— del Duque de Wellington. Las fotografías, del fotógrafo especializado en bellas artes Andy Johnson, son espectaculares, pero me han encantado las primeras páginas del texto: son sorprendentes, porque parten de una escena y un ambiente personales, para mí inesperados, muy evocadores, en los que el autor se presenta, parece, en un estado de melancolía resignada que, sin embargo, no le impide prestar atención a una cosa más, por bella. Me he quedado deseando que fuese el principio de una novela. También me ha dado algún consejo sobre qué hacer para aprovechar mi tiempo libre en Madrid, qué tácticas seguir para afrontar este próximo año, que se adivina allí, con alguna posibilidad de hacer de él algo interesante. 

He ido con Paula, mi hija, a tomar un café. Como está en segundo de bachillerato, hemos hablado, lógicamente, de sus estudios. A ella le preocupa el curso y a mí me preocupa más el día después. No puedo evitar ser quien soy y, por eso, sobre todo me da miedo que se resigne, que no lo vea claro y se conforme con lo que menos rabia le dé, de entre lo que le parezca viable. No porque ella vaya a escoger mal, sino porque se crea que hay prisa y debe decidirse ya, y lo haga sin estar segura, por eliminación, aunque eso signifique renunciar a estudiar ilusionada, a estudiar algo que le apetezca de verdad. Y le insisto en que hay tiempo, que uno, dos, tres años no son nada, y le repito que, si llega un momento, sea cuando sea, en que se da cuenta de que ha elegido mal, sepa que puede rectificar. Pero esta tarde, charlando, veo que está más segura de lo que me parecía hace unos meses. Le voy preguntando y la dejo hablar, y me va explicando qué le pide ella a un trabajo, qué vida quiere que le permita llevar, y por qué le gusta lo que le gusta y no otras cosas. Y me convence. Incluso me describe muy razonadamente qué prevé ella que le hará sentir bien, de esa profesión. Y me quedo tranquilo. Y creo que ella también. Ahora ya es solo cuestión de no tener mala suerte; el resto, es cosa suya. 

Entonces hablamos de sexo. Y, aunque de vez en cuando se pone colorada, hablamos. Le explico cómo lo veo yo, y después me cuenta ella. No demasiado, pero lo suficiente como para sentir su confianza. Me parece maravilloso que podamos tener esta conversación y estemos cómodos. 

Yo no soy capaz de acostarme todavía, por peligro de desbordamiento, y me quedo en el sofá del salón, escribiendo en un cuaderno

Hemos ido los dos a comprar los ingredientes de las pizzas de por la noche, que ha hecho Marta y hemos comido, como siempre, viendo una película. Estoy cenando demasiado, los viernes. La película, Una cuestión de tiempo, se suponía que era una comedia bonita y amable, pero, mientras los demás estaban tan campantes, yo la he acabado de ver con las lágrimas corriéndome por las mejillas, porque un padre y un hijo se despedían definitivamente, y ambos lo sabían, y además se llevaban genial y se querían mucho, y me ha dado tanta, tanta pena que, si no me contengo, lloro toda la noche.

Después, cuando Paula se acuesta, le digo que me ha encantado nuestro café, me pregunta si lo digo de verdad y me dice que a ella también. Y me siento francamente bien. Y un poco orgulloso, de todo.

Ahora Marta ya está en la cama. Yo no soy capaz de acostarme todavía, por peligro de desbordamiento, y me quedo en el sofá del salón, escribiendo en un cuaderno. Los demás duermen. Y yo también, a ratos. Voy al dormitorio a verla a ella y está despierta. Me siento a su lado. Menos mal que me entiende. Menos mal que admite mis manías y locuras, que no se desespera con mis obsesiones y no se contagia de mis miedos y mis tristezas. Menos mal que está lo bastante cerca para que me pueda agarrar, pero lo suficientemente lejos como para poder salvarme.