Opinión

Pongamos que hablo

Después de tres años aquí, me voy de Madrid. Me voy porque quiero y contento, pero me voy también con pena.

ME QUIERO IR, porque espero que, en general, casi todo mejore. Dejo al fin la soledad como estado habitual. Dejo mi habitación, que ha sido mi refugio y, al mismo tiempo, la imagen más evidente de mi aislamiento. En esa habitación he entrado alguna tarde a las cuatro sabiendo que hasta las siete de la mañana siguiente no tenía nada que hacer, ni por obligación ni por devoción; y, dependiendo del día, eso me ha provocado una placentera tranquilidad o verdadera angustia. Y dejo los largos y cansados viajes desde y hacia Ferrol. Es cierto que los he disfrutado, que he leído y escrito mucho, que he vivido situaciones interesantes y he visto paisajes maravillosos –el último, la puesta de sol de ayer, cruzando el Bierzo–, pero he calculado que, en estos tres años, sumando horas, me he pasado un mes y medio, real, metido en un coche, un tren o un avión. Así que ya está, ya me ha llegado. Me voy, y me voy contento, porque espero que casi todo mejore.

Pero también hay algo de tristeza en la despedida, como en casi todas. O como en todo en mi vida, supongo.

Por un lado está la tristeza de dejar una ciudad que me gusta y que, además, me cae bien. Es cierto que mis circunstancias me han evitado muchos de sus inconvenientes –o al menos los dos principales, el precio de la vivienda y el tiempo perdido en los desplazamientos–, pero también lo es que la he vivido casi siempre solo, y sin tener nunca sensación de hogar. Y, con esas ventajas y desventajas, el resultado deja a Madrid en muy buen lugar. Sin ser una ciudad monumental comparable a otras grandes capitales europeas, el centro es bonito, e incluso, en algunas zonas, muy bonito. Además, es una ciudad interesante, donde pasan cosas, donde uno tiene la sensación de que le da el aire, donde hay todo tipo de gente –la más rancia y la más moderna, la más pija y la más sencilla, la más conservadora y la más progre, cosmopolita y de pueblo, con muchísimo dinero y con ninguno–, y donde siempre hay algo que mirar o alguien en quien fijarse. Y, sobre todo –y esto sorprenderá a más de uno, de los que opinan desde lejos–, es un sitio acogedor, porque con el desconocido, con el extraño, todo el mundo es afable y abierto, hasta lograr que, como he escrito alguna vez ya, cualquiera, desde el segundo día aquí, puede ser de Madrid si quiere.

Las despedidas tienen, porque sí, inevitablemente, algo triste siempre

Por otro, está la pena de los amigos que dejo en ella. Mi hermano pequeño incluido. O de aquellos a quienes me unió Madrid. Ellos han sido mi única compañía muchas veces a lo largo de este tiempo. Espero verlos, porque espero que a partir de ahora Madrid sea un destino frecuente para nosotros, pero no será lo mismo que cuando eran mi salvavidas.

Y, por fin, porque las despedidas tienen, porque sí, inevitablemente, algo triste siempre. Porque suponen, en mayor o menor media –en este caso, mucha–, el cierre de un capítulo y, con él, un ejercicio, consciente o no, de recapitulación, de balance de ese tiempo. De lo hecho, de lo intentado, de los logros y éxitos si los ha habido, de las decepciones y fracasos, de las ilusiones frustradas y de las alegrías inesperadas. Para mí, es difícil no pensar que todo o casi todo ha ocurrido por casualidad, completamente al margen de mis decisiones, por azar, sin que yo haya tenido demasiado que ver, la verdad. Y eso me desazona un poco, aunque quizá no tenga nada de malo.

Me veo ahora y me veo cuando llegué, y no sé cuánto he cambiado, si es que lo he hecho. Tal vez ya seamos demasiado mayores para cambiar tan rápido, tal vez tres años, ahora, ya no sean nada. No lo sé. Pero al dejar una casa y cerrar la puerta es difícil no echar un vistazo y pensar qué parte de ti queda allí, cómo eras al llegar y cómo te vas.

En cualquier caso, vuelvo a repasar y de esta etapa me llevo, por encima de todas las demás, tres cosas: un par de amistades mucho mejores que cuando llegué, el placer de haber conocido una gran ciudad, y, para bien o para mal, miles de horas pasadas en soledad. Por muchas razones, me ha costado estar aquí y me alegro de que ya haya terminado, pero siempre voy a recordar a Madrid con cariño.

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