Opinión

Un Quijote en Los Angeles

Estoy viendo Bosch, una serie sobre un policía con pocos amigos

Las series tienen una gran ventaja de partida con respecto a las películas, y es su óptima adaptación a nuestros ritmos, horarios y estados de ánimo. Por un lado, duran menos, por si tenemos poco tiempo antes de acostarnos, o mucho más, casi infinito, si queremos pasarnos la tarde entera en el sofá; por otro, nos evitan la engorrosa y en ocasiones conflictiva tarea de decidir qué ver cada día: llegas y le das a reanudar, y sabes que sigues con eso que te está gustando.

Su gran inconveniente, por el contrario, es que hacen que ya no veas películas. Ni nuevas ni clásicas; no les dejan sitio. En nuestro caso, solo la noche de los viernes y la de los sábados se salvan, aun a costa de perder media hora eligiendo, y del riesgo de elegir mal. Pero nada más: ya sé que, a este ritmo, mi cultura cinematográfica nunca va a salir de pobre.

Bosch está bien. Notable alto, le daría yo. Me gustan las series –y las películas, y, hace muchos años, cuando me leí todo Sherlock Holmes, las novelas- policíacas, aunque Eric Hobsbawm diga que es el género más conservador, y esta está muy conseguida; ha logrado la combinación adecuada de un buen guion y unos buenos personajes, tanto el protagonista, de una personalidad muy marcada, como quienes lo rodean. Y además tiene una música estupenda, jazz en un noventa por ciento, que ahora escucho en Spotify. Y la casa de Harry Bosch me da mucha envidia, por sus vistas y por su tocadiscos y sus vinilos. Lo único que no me convence, curiosamente, es el actor, a veces, cuando pone cara de chulo, cara de no me toques los huevos. En esas ocasiones su gesto no me gusta, me recuerda un poco al típico listo de barra de bar. Pero, con todo, en conjunto me encanta: es un Quijote.

Y cómo nos gustan los Quijotes. El idealista, el luchador que se enfrenta a invencibles molinos de viento, el abogado de causas perdidas. Porque pierde, un Quijote siempre pierde. Y a veces hasta lo apalean. Si no, no tendría mérito; si no perdiese, si su recompensa llegase a ser material, contante y sonante, y no solo moral, no solo íntima y moral, no tendría mérito. Y dejaría de ser atractivo, o lo sería como cualquier otro, de un modo vulgar, fácilmente explicable, incluso fácilmente envidiable, pero nada más que vulgar.

Somos como somos, capaces de lo mejor pero también de lo más ruin

En cambio, el policía que no deja cerrar el caso en falso, el incorruptible, el que no hace amigos e incluso pone difícil la vida a su lado; a ese, desde fuera, desde el sofá, lo admiramos. Y al fracasado que no claudicó, aunque ahora sea el solitario del final de la barra; y al inadaptado, al que nunca tuvo vista, al que no fue lo bastante listo y no supo subirse al carro adecuado; al que no renunció; al que no se vendió; al que siempre jugó limpio y perdió todo menos la dignidad. Los admiramos. Aunque no seamos capaces de imitarlos ni lleguemos tan lejos como a envidiarlos, en el sofá.

Imagino que porque, frente al triunfador, cuyo éxito tan a menudo parece ocultar alguna sombra detrás, que con tanta frecuencia nos hace sospechar del brillo de su carcasa, la armadura de Alonso Quijano y su yelmo de Mambrino, viejos y más imaginados que reales, nos inspiran confianza: lo que hay, mucho o –más bien- poco, es cierto.

Claro que, como somos como somos, capaces de lo mejor pero también de lo más ruin, hemos llegado a desvirtuar incluso ese arquetipo, y no es tan raro encontrarse con quien, a pesar de que nunca en su vida abrazó causas perdidas ni luchó siguiendo regla alguna, trata de explicar su declive achacándoselo a su nobleza y su juego limpio. Quien pretende que su fracaso, haya llegado como haya llegado, lo dignifique y legitime todas sus elecciones. Quien arroja dudas sobre aquellos a los que les fue mejor, porque algo queda. Quien confunde causas y consecuencias y presume del simple hecho de perder. Es la autenticidad como pose, tan injusta con los verdaderos hidalgos y doncellas.

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