Opinión

Tenga cuidado con usted

En 1933, Roosevelt advirtió a sus conciudadanos de que lo único que debían temer era el temor mismo. Esta mañana, mi madre dijo que antes lo pasaban mejor.
Portorosa

Franklin Delano Roosevelt formaban parte del discurso de su toma de posesión como presidente de los Estados Unidos -el primero de los cuatro mandatos que permaneció en el cargo-. Se dirigía a un país hundido, sumido en la Gran Depresión, que corría peligro de quedarse paralizado por la crisis. Mi madre, cuando íbamos hacia Betanzos, al pasar por un sitio donde solían ir a comer cuando era joven, dijo: "¡Qué bien lo pasábamos antes!".

Y yo creo que hay cierta relación entre un mensaje y otro.

Sin ser norteamericano ni verme sacudido por ningún crack bursátil, a menudo, demasiado a menudo, me siento influido, limitado y casi paralizado por el miedo. A veces, es simplemente el típico miedo a lo que pueda pasar, aunque ni haya sucedido antes ni tenga por qué. Es el miedo a la posibilidad, a un futuro incierto; ni más ni menos incierto que los demás, ni especialmente amenazante, y sin embargo, aun así, acechante, percibido con triste facilidad como una serie de posibles desgracias. Otras veces, quizá más, lo que hago es peor: directamente adelanto acontecimientos, sufro ya por lo que algún día pasará. Debe de ser la prueba más evidente de mi inadaptación a las reglas de juego de la vida. Y es la razón por la que llevo años imaginándome el momento en que los niños ya no estén conmigo, o por lo que tantos viernes he estado triste pensando que el domingo se iban. Y, en el colmo del absurdo, del masoquismo, los besos de buenas noches llegan a ser agridulces: cuento los días que van a dormir conmigo, cuando no cuento los años y anticipo despedidas. 

El miedo al futuro, que puede arrebatarnos lo que sí tenemos, con seguridad, ahora. El puro miedo, capaz de robarnos el presente. Capaz de robarme el momento del beso, de hacer que algo tan maravilloso me deje un poso de pena. Qué locura.

Y luego lo lamentaré, claro. Cuando ese futuro ya sea una realidad, cuando ya haya sucedido lo que quiero retrasar y solo me quede el recuerdo, me acordaré de cómo me saboteé, de cómo no supe aprovechar con ganas, con alegría, lo que tenía. De que no supe disfrutarlo como se merecía. Qué tonto.

Aunque en realidad eso ya sucede. Ya he vivido lo suficiente como para hablar por experiencia. Vuelvo a los sitios, o veo fotos, o esos montajes tan bonitos que me hace el móvil, y pienso qué bien estábamos, lo felices que éramos, la suerte que teníamos. Qué bien lo pasábamos antes, como diría mi madre. En mi mesilla tengo una foto de los niños, en la playa de O Vidreiro, con siete y tres años aproximadamente. Vuelven los dos de la orilla, Paula con un cubo lleno de agua, mirando para él, y Carlos explicándole, gesticulando mucho, lo que van a hacer. Y yo pienso en aquellos momentos, en aquellos veranos, y me parece inconcebible algo mejor. Pero sé de sobra que allí había algo más, rondándome; no me olvido: sé que también en aquellos momentos me sobrevolaban sombras que, como ahora, me enturbiaban, no me dejaban en paz, no me permitían aprovechar todo lo que tenía. 

En The Office —sin lugar a dudas la mejor de todas las series de humor, por si alguien aún no lo sabe—, en uno de los capítulos finales Andy se pregunta por qué nunca nos damos cuenta de que estamos en los buenos tiempos —the good old days— mientras los vivimos; por qué nunca los reconocemos hasta que ya han terminado.

Tengo en casa una lámina, comprada hace un año en las Meninas de Canido, en Ferrol, de un tal Leandro Barea, que si no recuerdo mal vivía en Lugo. En ella un hombre se encoge asustado por su propia sombra, que blande un cuchillo, y hay dos frases: Usted es su peor enemigo. Tenga cuidado con usted. Es magnífica, me encanta, y estoy deseando colgarla en un sitio donde se vea bien y así recordarlo, recordarme continuamente que deje de jugar contra mí mismo, de ponerme todo esto de vivir más difícil de lo que es.

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