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Animales, sí

Al mundo le sobran individuos capaces de inflingir daño a un bichejo por puro desahogo

Un grupo de gatos (Imagen para el Blog de Rafa Cabeleira)
photo_camera Un grupo de gatos (Imagen para el Blog de Rafa Cabeleira)

EL SER humano es, por regla general, una especie bastante despreciable. No seré yo quien diga que no tenemos cosas buenas, ojo. De vez en cuando mostramos algunas facultades y actitudes que nos honran, pero la mayor parte del tiempo no anida en nuestro interior más que podredumbre, la basura más elemental. Tan solo hay que contemplar con cierto detenimiento el planeta que nos tocó en suerte, convertido en un cenagal, y a las demás especies con las que nos ha tocado compartir viaje para disfrute nuestro y desgracia suya. No soy de ciencias y no tengo ni idea de por qué se extinguieron los dinosaurios pero a veces me pregunto si no sería por si acaso.

El otro día acudí a una cena con amigos, gente a la que conozco de toda la vida, con los que he compartido desde los primeros cigarrillos hasta otras primicias menos confesables y que deberíamos —resulta aconsejable, al menos— extinguirnos cuanto antes para garantizar un mundo mejor a las siguientes generaciones. Comimos y bebimos como curas hasta que llegaron los cafés y los chupitos, que es el momento en que nuestros alaridos pueden ser captados en Houston, Calcuta y hasta Moscú. Brindamos, nos vinimos arriba, y comenzamos a desenfundar teléfonos móviles con los que compartir vídeos zafios, a cada cual más despreciable que el anterior. Esta vez hizo fortuna el de un gato siamés que toma el sol junto a una parada de autobús hasta que un tipejo se acerca corriendo y le calza una patada que lo hace volar varios metros. Se oyen risas en el vídeo y también se oyeron risas en la mesa. Lo pensaba al día siguiente, ya sereno, y deseé que nos hubieran servido veneno en lugar de tequila, licor café y Jägermeister.

Sé que el vídeo está trucado, pero no estoy seguro de que tal cosa nos exonere de culpa: hay otros muchos que no lo están. Sobran virales de malnacidos que golpean a todo tipo de animales, los graban en vídeo, los suben a la red y se sientan a contar megustas mientras devoran ganchitos. La moda me hizo recordar un viejo artículo de Arturo Pérez-Reverte en el que una niña descubre a un francotirador que apunta con su rifle a un pastor y su cabra. Visiblemente alarmada, la niña pregunta: "¿No irá a matar a la cabra?". La primera vez que lo leí pensé que el autor de La piel del Tambor y Cachito estaba definitivamente gagá, que se le había ido la olla más allá de lo clínicamente aconsejable. Lo pensé por su deseo de que disparase al viejo y no a la cabra, aunque en su defensa diré que su primera opción era volarle los huevos al francotirador. "A fin de cuentas al animal nadie le pregunta su opinión. No vota ni dispara en la nuca. Nosotros, en cambio, tenemos un mundo de mierda que nos ganamos a pulso", razonaba Reverte sus deseos.

Servidor no tiene hijos por varias razones, pero entre las principales se encuentra un miedo irracional a que les pueda pasar algo, a contemplar su sufrimiento, a la posibilidad de tener que enterrarlos. Para convencerme de que no valgo para ser padre me ha bastado con criar a tres gatos: Bubú, Tofito y Pinita. Uno de ellos, el del medio, se murió hace un par de años y además de la llorera respectiva sigo notando su ausencia a cada poco, como si pesara. Cuando abrazo a Pinita, que es mi ojito derecho, me acuerdo de él y creo que preferiría morirme yo a tener que afrontar otra pérdida. De pequeña tuvieron que operarla y me puse tan nervioso que amenacé de muerte al veterinario. Le dije algo así cómo "de aquí salimos todos o no sale nadie", yo qué sé. Se ve que el fulano debía estar acostumbrado a esas muestras de desesperación porque me puso una mano en el hombro, sonrió, y se metió en el quirófano crujiendo los nudillos, como si en lugar de operarla se dispusiese a partirle la cara.

Dicho esto, no puedo negar que adoro el pulpo y la carne de cerdo, preferentemente el lacón. Estamos ante dos de los animales más inteligentes que existen. De hecho, son mucho más inteligentes que yo, especialmente el cefalópodo, que es capaz de planificar a largo plazo, algo que se me achaca como principal defecto desde que tengo uso de razón. Frente a esa corriente animalista que no se los come por respeto alego yo lo contrario: que los respeto tanto que por eso me los como. Porque una cosa es comer animales y otra muy distinta es regodearse en su sufrimiento, aunque sea a través de un vídeo impostado. Al mundo le sobran individuos capaces de inflingir daño a un bichejo por puro desahogo. Como también le sobro yo, seguramente. Y mis amigos, probablemente. Sobramos todos aquellos con un sentido de la superioridad evolutiva tan exacerbado que no comprendemos lo evidente: que los animales también son personas. No digo seres humanos, digo personas.

Recuerdo a dos hermanos que solían tomar café en el bar de mi abuelo. Criaban caballos y un día alardeaban en la barra sobre sus proezas en la Rapa das Bestas de A Escusa. Uno explicaba cómo había tumbado a un potrillo de una hostia y el otro se recreaba en cómo hincó la rodilla en el cuello de una yegua para someterla y marcarla. A su lado, cubriendo crucigramas, estaba Don Darío, que es una de las personas más sabias con las que me ha cruzado la vida. Levantó la cabeza, los miró, me miró, y volvió a clavar la vista en el periódico antes de preguntar:

— "Rafiña, ¿te quedó claro quiénes eran los animales? A mí sí".

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