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Napalm

Nada abre más el apetito de nuestros políticos que un paseo entre los cadáveres calcinados de los diputados de la bancada rival

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EL PAÍS apesta a elecciones, un olor que causa en los políticos el estimulante efecto que tenía el napalm por la mañana en el ánimo del militar que interpreta Robert Duvall en Apocalypse Now. Como al teniente coronel Bill Kilgore, nada les abriría más el apetito que un paseo entre los cadáveres calcinados de los diputados de la bancada parlamentaria rival después de un buen bombardeo de votos, el olor de la victoria.

Cuando los políticos huelen elecciones cerca, no hay nada que los ciudadanos podamos hacer, salvo ponernos cómodos y disfrutar de la carnicería. Y no caer en la tentación de la sobreactuación, no dejarnos arrastrar a su estrategia, porque de eso viven ellos, no nosotros.

Porque eso y ninguna otra cosa, sobreactuación, es el espectáculo que nos han dado la pasada semana en el Congreso a cuenta del enfrentamiento a varios frentes entre Rufián y su batallón de ERC, Borrel y sus salivazos imaginarios y el argumentario extremo de Ciudadanos y PP. Desde luego, no ha sido el espectáculo más edificante que se puede ofrecer en un Parlamento, pero ni de lejos es el peor que hemos visto, ni en este ni en otros de igual o mayor abolengo.

Viendo y leyendo la reacción prácticamente unánime en los medios de comunicación sobre la animada sesión parlamentaria de la que fueron expulsados los diputados republicanos, el espectador no avisado ni avispado podría pensar que el país cruzó con este enfrentamiento algún punto de no retorno, que se coronó alguna cima de la vergüenza ajena nunca antes alcanzada, que se nos acabó la esperanza de un después. Más allá de los fuegos de artificio y las imposturas de unos y otros, no pasó ni se dijo nada de mayor gravedad que en otros momentos de nuestra vida parlamentaria; la memoria tiende por fortuna a matizar e incluso olvidar los malos recuerdos y a exagerar los buenos, pero no olvidemos que nuestra clase política reciente nunca fue especialmente diestra en la finura de la esgrima argumentativa, por lo general se ha sentido mucho más cómoda en el mandoble del insulto y el encanallamiento del debate.

Quien mejor se maneje entre el estiércol será el que lleve la ventaja

Apesta a elecciones, decía, y la incertidumbre los altera de una manera incontrolable. Con el test de los comicios andaluces a la vuelta de la esquina y las locales y europeas a tiro de piedra, todos están con los nervios a flor de piel. En especial, porque pocas veces ha sido más impredecible el escenario políticos que se nos viene. Es el signo de los nuevos tiempos políticos y, en buen medida, el resultado de una estrategia electoral perfectamente conocida, diseñada y aplicada por determinados actores de este montaje: es lo que toda la vida se ha conocido como enfangar el campo, y los resultados que está ofreciendo últimamente pueden verse en los EE.UU. de Trump, la Italia de Salvini o la Inglaterra del Brexit. Quien mejor se maneje entre el estiércol será el que lleve la ventaja.

Tendremos que resistir, como ciudadanos, con la narices tapadas y la paciencia armada, hasta que todo se vaya recolocado, volviendo a su sitio quien lo tenga o se lo gane o a su tumba quien lo pierda. Pero nadie les dijo que sería fácil, también los votantes sabemos ponernos canallas cuando se nos pincha y muchas veces no hay dios que nos aguante ni Cristo que nos entienda.

Esto se lo explicaría muy bien a nuestros políticos, si pudiera, Dennis Hof, un empresario estadounidense que se había presentado varias veces a las elecciones en Nevada sin cosechar otra cosa que derrotas, hasta los pasados comicios legislativos de principios de noviembre. En esa ocasión, se presentaba por el Partido Republicano y las cosas pintaban mejor.

Hof no era lo que se dice un teórico de las ciencias políticas ni un virtuoso del regate estilístico. Había alcanzado cierta fama en Nevada porque había participado en una serie documental en televisión en la que se mostraba con bastante poco recato la vida diaria en uno de los más de diez burdeles que llegó a tener. Era, en efecto, el proxeneta de más éxito del estado, algo que en su opinión le facultaba para la representación pública y el debate en el Senado. Desconozco el concepto exacto que tenía de sus señorías, aunque puedo intuirlo. Supongo que parecido concepto al que tenía sobre cualquier mujer, incluida la que le disputaba su escaño, Lesia Romanov, una demócrata procedente del mundo de la educación y mujer con fama y antecedentes de compromiso.

Supongo que a todos nos gustaría pensar que somos capaces de discernir entre un explotador sexual y una educadora intachable.

También Dennis Hof lo sabía, por lo que vio que sus posibilidades no pasaban por un debate honesto y una confrontación sensata de programas, sino por usar la misma estrategia que tan bien le está funcionando a su colega Donald Trump: llenar todo de mierda, sabedor de que entre la mierda él se iba a mover con mucha más naturalidad que su rival.

Por supuesto, volvió a funcionar. Mucho mejor incluso de lo que cabría esperar. En un imprevisto giro de final de campaña, hay que reconocer que extraordinariamente melodramático, Hof apareció muerto en la mañana de 16 de octubre pasado. El cuerpo había sido descubierto por una de las prostitutas a las que explotaba en su piso de uno de sus burdeles, donde llevaban unos cuantos días de juerga ininterrumpida para celebrar los 72 años recién cumplidos de este prohombre de la política.

Ya era demasiado tarde para cambiar las papeletas y poner en marcha otra campaña para las elecciones del 8 de noviembre, así que en sus mesas electorales los ciudadanos de Nevada se enfrentaron a la aparentemente sencilla decisión de votar entre un perfecto hijo de la gran puta que se dedica a la explotación sexual y, lo que no es menos importante, que estaba muerto o entre una esforzada, entregada y ejemplar educadora. En efecto, ganó Dennis Hof con el 63 por ciento de los votos.

Con esta volatilidad actual del mercado electoral internacional, es comprensible que nuestros políticos locales también anden como si hubieran esnifado napalm en el desayuno. Quién sabe si esa peste que desprenden algunos no será porque también son cadáveres en ciernes a los que ya no hay tiempo de cambiar la papeleta.

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