Opinión

Piragües y sidrina

Lo mejor fue estar alojado en la casa más bonita de Ribadesella, construida más o menos hace un siglo en una especie de estilo colonial británico

ESCAPANDO DE la ola de calor del penúltimo fin de semana y aprovechando una amable y generosa invitación, el viajero se largó a Ribadesella, a la Fiesta de Les Piragües. Salió de Lugo con un calor tórrido (qué raro suena decir esto de Lugo), pero al llegar a Mondoñedo una gris niebla tapó el sol, refrescó el ambiente, duró hasta Avilés y allí seguía al regreso, tres días después: el delicioso o maldito, según gustos, clima veraniego de La Mariña. Cuando llegó el viernes al mediodía, Ribadesella ya respiraba animación, preparándose para su día grande del sábado.

El internacionalmente famoso Descenso del Sella comienza en Arriondas y termina bajo el puente de Ribadesella en que se apostaron el viajero y sus amigos, rodeados de una bulliciosa multitud que hacía difícil la visión directa (había también una pantalla) de los piragüistas. Pero daba igual, lo que importaba era el ambiente. A la tarde, la fiesta se instaló en la población. Al principio y en la zona del puerto, con unos boquerones regados con sidra en la mesa, la cosa parecía moderada. Pero avanzando la noche, el jolgorio juvenil en calles y plazas prometía desmadre y lo que hubiese que prometer. De hecho, algunos precavidos y escarmentados propietarios habían blindado sus negocios con tablas como si se acercase un huracán.

Viajar ilustra y en esta ocasión el viajero aprendió que el culín de sidra escanciada o tirada hay que bebérselo de una vez y no, como hacía él, siempre tan paleto, a sorbos espaciados. También aprendió que una bandera multicolor que acompañaba a la española y a la asturiana no era, como llegó a pensar, la bandera gay y etcétera, sino la específica del Descenso. Un recorrido bastante completo le permitió comprobar que Ribadesella, que conocía sólo de pasada, no tiene nada de particular, pero está en magnífico enclave, con buena playa y verdísimos montes alrededor, además, claro, de la ría y el mar. También invitado, qué gorrón, comió en el parador de San Pedro de Villanueva, a dos kilómetros de Cangas de Onís, un antiguo monasterio ejemplarmente restaurado, con una iglesita adosada de primoroso ábside románico.

Pero lo mejor fue estar alojado en la casa o casaza más bonita de Ribadesella, construida más o menos hace un siglo en una especie de estilo colonial británico, en primera línea de playa y con vistas al Cantábrico. Abrías la puerta trasera del jardín con laberinto de bojes y ¡al agua! Bien comido y bebido, con buena conversación: un lujazo.

Por eso, desde aquí el viajero quiere dar las gracias a Ignacio y Paloma, exquisitos anfitriones. Gracias que seguro comparten Santi y Mercedes, afortunados compañeros de invitación. Mejor, imposible.

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