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¿Y qué pasa si mueres?

Amigos y escritores, aunque también lectores, se quedaron afligidos, desamparados, desvalidos al conocer su muerte, que los sumió en una perplejidad violenta, durante la cual uno puede sentirse extranjero en su propio cuerpo. Había fallecido en mitad de eso a lo que Joan Didion se refería como un "instante normal"

ACABABA DE MORIR, hacía cuatro días, alguien muy importante. La noticia produjo una notable conmoción, casi terror. Se trataba de un destacado editor, admirado por todos; también por quienes aún no sabían que lo admiraban. Sus libros, algunos de ellos legendarios, pasarán años en nuestras estanterías, y entre nuestras manos, agitándonos, hasta que también nosotros muramos. Hay profesiones y talentos que proporcionan cierta inmortalidad. Cuando tampoco nosotros estemos, él continuará ahí, aunque no todos se den cuenta. Quizás al leer los libros que editó se oigan unos misteriosos pasos, o un crujido entre frases, a la manera de los suelos de madera por las noches, que suenan cuando nadie los pisa.

Amigos y escritores, aunque también lectores, se quedaron afligidos, desamparados, desvalidos al conocer su muerte, que los sumió en una perplejidad violenta, durante la cual uno puede sentirse extranjero en su propio cuerpo. Había fallecido en mitad de eso a lo que Joan Didion se refería como un "instante normal", durante el que se hace imposible pensar en la muerte, que irrumpe de repente, a veces incluso mientras atraviesas el mejor momento de tu vida, o al menos del día, y si te preguntasen dirías "¡Qué bien me siento!".

Media semana después, con el mundo aún preguntándose "¿y ahora qué?", me llamó una amiga por teléfono. Hablamos, inevitablemente, del editor. Yo no lo conocía, si descontamos unos pocos mensajes que habíamos intercambiado durante el último verano, hablando del futuro y los caminos cruzados. Pongamos, sin embargo, que nuestros vínculos eran fuertes, si bien inasibles, porque yo leía con devoción a parte de los autores que él publicaba. Mi amiga, en cambio, lo conocía bien, y lo quería. Me pareció bastante triste, y sobrecogida por lo que en cualquier instante, es decir, en un instante especialmente normal, podía hacer con uno la vida. Ella misma, pese a su juventud, acababa de sobreponerse hacía unos días a un problema de salud imprevisto, que primero no revistió importancia, y de pronto adquirió gravedad.

Mientras hablábamos fuimos tocados, a la vez, por el miedo a que la vida durase demasiado poco, o menos de lo que se espera. Nos dijimos, como cada vez que ocurre algo dramático, y nos pasa rozando, que habría que vivir de otro modo. Nunca está claro cuál es ese modo en el que habría que vivir. Tal vez un modo más autoconsciente, lento, que permitiese diferenciar la velocidad del mundo, desbocada, de la nuestra. ¿Sabríamos hacerlo? Hay un párrafo en Serotonina, de Michel Houellebecq, en el que su protagonista constata que "los hombres, en general, no saben vivir, no tienen ninguna familiaridad real con la vida, nunca se sienten en ella totalmente a gusto, por eso persiguen diferentes proyectos, más o menos ambiciosos o más o menos grandiosos, fracasan y llegan a la conclusión de que habría sido mejor, simplemente, dedicase a vivir, pero suele ser demasiado tarde".

Siempre hay un momento, cuando la realidad te amedrenta, porque alguien cercano muere, o enferma, o simplemente enfermas tú, en el que tomas consciencia de la fragilidad, incluso la extrema provisionalidad de la vida, y vislumbras que las cosas importantes son otras distintas a las que habitualmente persigues. Y sientes una irreprochable inclinación a cambiar, y vivir más intensamente cada una de las pequeñas partes que forman una hora, un día, una semana, y sentirte colmado por no tener tos, o neumonía, o algo mucho peor, aunque no se cumpla una expectativa, o no consigas comprar las cosas que deseas, o visitar los sitios maravillosos que aún no conoces. A la vuelta de los días, sin embargo, te vas reponiendo, y la velocidad endiablada del mundo vuelve a cautivarte. Te olvidas de todo, en especial de la idea de disfrutar de otra manera de la vida. La propia realidad te arrebata la tristeza, y el duelo, y tu arrepentimiento por vivir cómo vivías, y cuando te das cuenta estás girando nuevamente, como si todo el dolor por la muerte de tus amigos, o tu editor preferido, o tus simples malestares, hubiesen pasado en balde.

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