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Marketing de uno mismo

El mes pasado nos ofreció buenas historias de impostores

EL PASADO fue un buen mes para los impostores. Elizabeth Holmes, la mujer que convenció a medio mundo de que hacía una analítica extensísima usando solo una gota de sangre, de forma rápida y barata además, fue finalmente acusada de fraude. También se conoció el caso de Anna Sorokin, que, haciéndose llamar Anna Delvey, vivió a lo grande en Nueva York, empujando a toda esa gente rica que nadie sabe muy bien lo que hace a creer que era como ellos. De hecho, lo fue. Nadie sabía qué hacía tampoco.

De las mil vidas que no llevaré, la de los impostores me atrae como mosca a la luz. Esa comparación se basa en una frase hecha que se empeña en hacerse realidad. No podría resistirlo, acabaría quemándome enseguida.

Ilustración. MARUXAComo llevo años fascinada por los presuntos médicos que no acabaron ni primero de carrera, inversores pastosos que nunca ganaron nada por sí mismos o científicos chanchulleros que no demostraron ni la primera de sus teorías, he pensado, y escrito, sobre el tema muchas veces.

Hasta ahora siempre he creído que lo que me faltaba, lo que falta a muchos para no arrancarse a vivir una vida inventada, es la capacidad de gestionar el estrés posterior, la angustia de hacer coincidir mil cabos sueltos, el ensamblaje de las mentiras. Sé bien que es gradual, que no se empieza por la gran mentira sino por una minúscula, de esas que todos podemos decir a veces, y se va saltando a la siguiente y a la siguiente... que es un ponerse. Pero me lo he imaginado cien veces y siempre me ha abrumado.

Sin embargo, empiezo a darme cuenta de que no es eso lo difícil, o no lo más difícil. Lo difícil es llegar, cómo desbrozas y pavimentas ese camino, las invenciones y asunciones que dejas sin desmentir para conseguirlo. Al final, en lo que fallaría es en el marketing de mi misma.

El caso de Anna Delvey es fascinante porque, como pasa tantas veces con los impostores, su engaño dice más de los otros que de ella. Durante meses y meses, vivió con todo el lujo y consiguió inversiones para un presunto club de arte privado, haciéndose pasar por una heredera alemana y siendo, en realidad, una rusa emigrada a Alemania sin herencia a la vista.

Cualquier mago lo dice, los trucos se hacen bien a la vista, solo te tienes que asegurar de que el público mire hacia otro punto, dónde tú le dices que lo haga. Delvey hizo eso, repartir propinas de cien dólares por todas partes, dejarse ver con gente con dinero, no dar explicaciones explícitas sino dejar que se sobreentendiera todo, llevar carísimas gafas de sol en interiores. La gente le pagaba viajes de miles de dólares sin darle importancia a que justo le fallase la tarjeta cuando llegaba la factura y permanecía todo el tiempo mirando al punto al que ella le decía que mirase.

Cuando te moldeas la imagen con dedicación, cuando consistentemente haces lo que se espera que hagas, la mayoría de la gente pasa por alto los detalles discrepantes, que los hay. En el largo artículo que desveló el ascenso y caída de Delvey, se incluyen las dudas que unos y otros fueron teniendo sobre la joven, pero también la manera en la que inmediatamente las pasaron por alto. Exactamente igual que todos en las casas de los libros de Agatha Christhie, que veían el arma del crimen colgada sobre la chimenea y ni la consideraban, también a nosotros nos cuesta el pensamiento crítico, somos reacios a abandonar la corriente y nos convencemos de lo que queremos ver.

El marketing que se hizo Delvey, ahora en la cárcel, claramente funcionó. Hasta tal punto que, en realidad, sigue haciéndolo. Ya está en proyecto una serie sobre su vida, que yo veré seguro. Como las moscas.
 

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