Opinión

El que se puede permitir

"No todo el mundo puede ser como Ai Weiwei porque entonces China no podría desarrollarse. Pero si China no puede permitirse a un hombre como Ai Weiwei, entonces tiene un problema". Xu Bing resume la percepción que muchos artistas chinos tienen de su colega más famoso, esa mezcla de envidia y desprecio, de reconocimiento y hartazgo ante un hombre que ha trabajado siempre para hacer de si mismo la obra de arte y lo ha conseguido

Ai Weiwei

AI WEIWEI y su arte no existirían sin internet ni sin China porque son sus ideas y es también su vida, las ocho horas diarias tuiteando, las miles y miles de instancias oficiales que ha escrito a cuanto estamento del Gobierno conoce, los cientos de horas de grabaciones caseras con teléfonos, sus gatos y sus pruebas médicas. Específicamente no existirían sin internet en China, esa red aguada, que a diario desbrozan de malas hierbas miles de diligentes funcionarios y que a diario ve florecer las más ingeniosa poesía, brillantes subterfugios destinados a renombrar lo que no se puede nombrar y a hablar de lo que no se habla en otro sitio. Es ahí donde moviliza a su ejército.

Cuando en 2011 Ai fue detenido en el aeropuerto pekinés, retenido e interrogado durante dos meses sin que nada de él se supiera, estaba asustado, pero también fascinado. Por primera vez, después de décadas molestando mucho, se enfrentaba al Partido cara a cara. La situación era muy seria, pero Ai tenía ya entonces lo que tantos que trabajan con él no tienen y que hace su labor doblemente meritoria: la fama protectora. A los pocos días esta había sufrido un crecimiento exponencial y hasta Hillary Clinton expresaba ante la prensa la preocupación por su paradero. Mientras, los internautas chinos se buscaban la vida para hablar de él sin mencionar su nombre, su apellido o el apelativo gordito, todas posibilidades enseguida censuradas.

Es esa fama, el escudo de estar bajo los focos, que todo el mundo te conozca aunque no sea capaz de citar ninguna de tus obras, lo que irrita a tantos. Desde luego, al Gobierno, pero no exclusivamente. También otros colegas artistas, y mucha gente corriente, creen que tiene una forma muy beligerante de actuar, insistente, estratégicamente machacona. Les parece que acaba resultando muy occidental, un adjetivo nunca bueno cuando un chino habla de otro chino y que alude a la persistencia de Ai, al ruido que hace, a las escasas concesiones, a su creencia de que las cosas se pueden hacer de otras forma, incluso en China. También a la de sus detractores, que lo perciben demasiado entregado a encajar en la imagen que Occidente tiene del perfecto disidente.

La humillación pública a su padre fue tan constante que su hijo recuerda varios intentos de suicidio

Ai, por supuesto, tiene sus razones para hacer lo que hace. Un español, un europeo también, que solo haya vivido en el siglo XX necesariamente ha conocido la tragedia. A un chino le ocurre lo mismo. El padre de Ai Weiwei, Ai Qing, varias sucesivas. Poeta reconocido, estuvo primero encarcelado por el gobierno de Chiang Kai-shek 19 años, fue después venerado por el Partido Comunista y, más tarde, relegado a limpiar letrinas y malvivir lejos de Pekin. Durante la Revolución Cultural fue uno de esos intelectuales considerados aburguesados a los que colgaban carteles, llenaban la cara de tinta y los niños insultaban. Su humillación fue tan constante que su hijo recuerda varios intentos de suicidio y cuenta que, de alguna manera, ahí decidió que no sería prisionero del destino que su nación eligiera para él, que lo controlaría él.

Ai Weiwei, que formó parte siendo muy jovencito de un grupo de vanguardia en Pekín, se hizo artista en Nueva York, ciudad en la que vivió varios años y donde hizo su primera exposición en los ochenta. Su estancia —en una época en la que quizás se miraba a China, pero no a su arte, y su agente escuchó a algún director de galería decir que no colgaban obras del tercer mundo— le influyó mucho. El periodista Evan Osnos, que lo ha entrevistado sucesivamente a lo largo de años para el New Yorker, está convencido que, al margen de la energía de la ciudad, la libertad o la comunidad de artistas, lo que más caló en Ai fue la retransmisión por televisión de los juicios del caso Iran-Contra. Que se hiciera público de esa forma que el gobierno de Reagan se había saltado el embargo y vendido armas a Irán y desviado parte del dinero de esas ventas a financiar la Contra nicaragüense  le resultó fascinante.

En los 90, Ai volvió a China siendo un artista conocido en los círculos de entendidos y poco más, compró unos terrenos en el noroeste de Pekín y diseñó el enorme estudio en el que aún vive y crea, que no pasó desapercibido. Cuando le empezaron a llover ofertas para hacer consultoría de arquitectura, de la que no tiene ninguna formación formal, fundó Fake Design (Diseño Falso) y empezó a dejar su impronta en la ciudad. Ese es el origen del primero de los grandes hitos de su carrera.

Rechazaba de plano esa clase de Juegos Olímpicos destinados solo a lavar la cara del Partido

Cuando la firma Herzog & De Meuron se hace con el concurso para diseñar el estadio olímpico contrata como consultor a Ai. Que El nido de pájaro esté considerada una obra primorosa y se convirtiera en el símbolo de un nuevo Pekín no es el hito, aunque lo parezca. Lo es que declarase que rechazaba de plano esa clase de Juegos Olímpicos destinados solo a lavar la cara del Partido, a presentar una China que no existía y a expulsar a cualquier persona cuya presencia molestase de su propia ciudad. Renunció a acudir al acto de apertura e hizo perder cara a su Gobierno en el momento en el que el mundo entero estaba mirando. Resulto un requiebro inesperado para los convencidos de que la carrera de Ai llevaría ese camino de sutil adecuación que fue el elegido por tantos artistas chinos antes abiertos opositores al régimen.

Para entonces, Ai estaba ya enfrascado en el proyecto que le proporcionaría el segundo gran hito, como se ve en el documental Never sorry, dirigido por Alison Klayman y disponible en Filmin: ser ampliamente conocido en su país. En mayo de 2008, un terremoto mató a unas 70.000 personas en Sichuan, muchas de ellas niños que acabaron sepultados bajo los muros de las escuelas, pobremente construidas. A los edificios frágiles, mal levantados, se les llama casas de tofu; a estos se les llamó restos de tofu, los recortes que quedan, las sobras que se tiran cuando se sirve la parte central.

Ai pidió en Twitter voluntarios para recopilar los nombres de los escolares y cumplir con el humilde deseo de la mayoría de los padres, que no fueran olvidados. Reunió más de 5.000, que publicó en su cuenta, con los que forró su estudio y que llevó a Munich en 2009 en la exposición So sorry, en la que forró de mochilas la fachada del museo Haus der Kunst. En Alemania fue intervenido de urgencia por un hematoma subcutáneo fruto del golpe que le dio un policía en Chengdu, capital de Sichuan, cuando intentó asistir al juicio de otro activista.

Never sorry es una buena ventana a la que asomarse y entender la insistencia de Ai, cómo es verdaderamente inasequible al desaliento, su manera constante de dar por saco. No solo documenta cada paso de la detención en Chengdu, también de la estancia hospitalaria en Munich con alusiones directas al policía agresor y, al regresar a China, cada queja presentada en cada ventanilla, cada pasito en la burocracia más grande y agotadora del mundo, diseñada para que te canses y desistas. Él no se cansa y no desiste y en parte es justo eso lo que saca de quicio a tantos. Pero esos, y otros, también nosotros, no podemos olvidar que, de hecho, si conocemos el número de víctimas infantiles del terremoto de Sichuan es gracias a él y a su poder movilizador, empujando a gente que se juega mucho a implicarse en tareas peliagudas en un país en la que vive tranquilo quien pasa desapercibido.

Llenó la Tate Modern de Londres de cien millones de pipas de girasol de cerámica hechas a mano 

Todo con Ai es así, un artista que ya no hace nada con las manos que no sea teclear, que externaliza toda su producción artística y se concentra en idear y agitar. Cuando llenó la Tate Modern de Londres de cien millones de pipas de girasol de cerámica —más ocho millones de reserva para afrontar los robos— se recordaba tantas veces al visitante que cada pieza se había hecho a mano, que entre las preguntas más frecuentes de las recopiladas estaba la de cuánto había pagado a los artesanos.

La última de sus grandes obras es Human flow, el documental sobre la tragedia de la emigración que ha tenido desigual acogida. Otra vez se le acusa de simplificación, de quedarse en la dureza de la superficie sin buscar la raíz, sin ahondar hasta ofrecer un por qué, él que tiene medios. Otra vez, los juicios son injustos hacia un artista que se pasa el día sacándonos espejos y mostrando cómo, lejos de ser cómo nos creemos, resultamos ser bastante basura.

Xu Bing, artista que huyó de China horrorizado por el régimen comunista y acabó volviendo para dirigir la Academia Central, tiene algo de razón. Cree que a Ai le mueven motores antiguos, valores de la Guerra Fría, una obsesión por la democracia y la libertad, y que si a todos les diese por esas veleidades se frenaría el avance de China, que empezó hace ya mucho y sin eso. Pero también admite que está bien tenerlo, que por lo menos un Ai Weiwei en un país de 1.400 millones de personas se puede tener.

Es verdad. Unos cuantos como él y te hacen otra China.

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