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Hay una metrópoli en mí

MI CIUDAD no es Lugo y mi patria no es, estrictamente, el mundo. Tengo algo parecido a una metrópoli que me habita sin permiso y que me convierte en un ser extraño a otros ojos, que no son los míos. Pudiera parecer que ella anida en mí a falta de otro refugio más acogedor o con más posibilidades. Se podría pensar que, en un principio, la que buscaba era ella, que con tanto caos poblacional había llegado un momento en que sintió la necesidad de encontrar acomodo en el interior de un ser humano cualquiera. Yo, a decir verdad, solo pasaba por allí.

No soy capaz de precisar el instante exacto en que fui consciente de que yo no era solo yo, sino que tenía una gran ciudad metida en mí viviendo su vida, como si la cosa no fuera conmigo; aunque sí reconozco que una tarde noté algo extraño, como una agitación distinta, como un tremendo embotellamiento en la vía principal. Fue entonces cuando me puse a pensar que lo que a mí me pasaba no era del todo normal, pero que, de todos modos, tendría que aprender a vivir con ello. Cosas peores se han visto y batallas peores se han librado. Lo que decidí hacer fue lo siguiente: echar a andar, pero hacia adentro. Los pasos iniciales son complejos, porque quieres entrar pero lo que pasa es que sales, te alejas de ti, y te encuentras en el exterior, paseando por, un suponer, Camiño Real, reflexionando sobre el futuro de ese barrio en profundo desequilibrio. Hay que intentarlo numerosas veces para, finalmente, conseguirlo. En más de una y dos ocasiones me vi caminando por el nuevo -y silente- auditorio cuando en realidad lo que hubiera querido era acceder a mí por alguna grieta y dejarme después fluir por algún torrente sanguíneo que tuviera a mano.

No sé exactamente cómo, pero un buen día lo conseguí. Dejé de recorrer Lugo para empezar a conocer mi urbe interna. Me propuse trazar una ruta para no perderme y en las primeras salidas -mejor, entradas- la seguí a rajatabla. Hacía un requiebro por la fisura mía y ya estaba dentro, en medio de la vorágine. Los edificios eran construcciones perfectas, a un lado, y casas levantadas con tristeza y frío, al otro; parques brillantes e iluminados, con lagos y cisnes y puentes y niños jugando a lo de los niños y niñas con lo suyo y, enfrente, una masa desconocida -el anonimato de la pobreza-. Ahí aprendí que la desigualdad también es mi problema y continué avanzando. Poco después pisé bulevares sofisticados y me sentí muy chic, admiré la belleza y el arte, me sentí parte de otra cosa que -esta sí- estaba muy fuera de mí porque pertenecía a un mundo inaprensible. Hay museos magníficos y galerías exóticas en mi metrópoli. Hay lo nuevo y lo viejo compartiendo verdades profundas y mentiras descomunales. Ahí aprendí que también es mi problema contribuir al discernimiento.

Una noche en que no lograba dormir me fui a dar una vuelta por unos barrios más alejados de mí que de costumbre. Experimenté un poco de miedo, no porque estuviera oscuro, sino porque no había un alma. Para una capital atestada, la ausencia de seres, la falta de voces, es una especie de señal profética. Transité calles con escuelas y bancos y supermercados y residencias de ancianos y toda una avenida repleta de empresas emergentes que vendían el último producto para hacernos la vida más fácil. Ahí aprendí que la banalidad de la existencia es tan espantosa como la banalidad del mal y que también es mi problema.

Aprendí además que la soledad no se muere con la muerte y que es un problema de todos, incluida yo.

Tras infinitas ex(in)cursiones, me veo capacitada para afirmar que la metrópoli que habita en mí es el mapa que poseo para salir afuera y aprehender el mundo. No es que me libre de sorpresas ni de horrores ni de decepciones ni de peligros. Pero salgo, no sé, con otro conocimiento. Y también salgo convencida de que cuando piso Rafael de Vega, que es mi calle, es mi responsabilidad pisar con delicadeza, dejar pasar y sonreir a todo el que me encuentre. Aun en día gris.

Hay una metrópoli dentro de mí que es mi biblioteca.

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