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Mañana será otra cosa mejor

HAY UNA película rusa, titulada Mañana fue la guerra, de Yuri Kara, basada en una novela de Boris Vasiliev, quien escribió también el guión, en la que estuve pensando todo el tiempo que paseé por Polonia. Ya la había visto antes de ir, de hecho, es una de las películas que me sé de memoria. Recuerdo perfectamente el impacto del primer visionado. Es uno de esos momentos en los que todo cambia sin que sepas qué cambia o hacia dónde cambia, pero en los que tienes la certeza de que cambia. Es curioso esto de las transformaciones.

Quiero decir que, en principio, es un concepto no demasiado querido, tiene pocos adeptos. Parece que uno es más lo que sea: más hombre, más poderoso, más inteligente, en fin, superior. Un ser cambiante puede parecer un ser débil. Ante muchos ojos, un ser cambiante es un ser débil. Pero, ¿quién es más débil? ¿El que se mantiene rígido mientras lo demás se mueve o aquel que intenta entender que ese movimiento supone un aprendizaje, un avance, un nuevo camino? Las mujeres sabemos de esto. No es casualidad que haya puesto "más hombre" cinco líneas antes. Los posicionamientos inflexibles son muy cómodos para los que detentan el poder en la esfera que sea. Que suele ser mayoritariamente masculina. Resulta mucho más complicado intentar entender, intentar adaptarse, intentar rebelarse, intentar ser. Mucho más difícil dudar, cuestionarse, crecer y resistir. Para convertirse en alguien mejor, para que el resultado de una suma de mucha gente sea algo mejor y más justo, no, por el contrario, la constatación de la misma injusticia de siempre.

Creo, ya me dirán ustedes qué opinan, que este asunto es un trabajo individual. Que una misma tiene que ir y hacer, y volver y seguir haciendo. Y así. Que todos hagamos algo así, y que el resultado sea esa suma justa. Mañana fue la guerra es una película, a la vez dura y a la vez , profundamente delicada; al mismo tiempo tierna y cruel. Está rodada con una comprensión de la historia que corresponde a alguien que la ha vivido y, por tanto —y más en este caso— la ha sufrido, o a alguien tremendamente sensible ante la mirada ajena y ante el devenir de los otros. Que nada nos sea extraño es una sabia lección que nos sirve para que, después, vayamos a donde vayamos, no nos sintamos ni fuera ni extraordinarios, sino parte de algo que aún tratamos de comprender.

Es eso, el hecho mismo de tratar de comprender lo que nos hace humanos.

La película impresiona y revive el horror de un régimen que ahogaba toda individualidad y toda creatividad, toda belleza, todo rapto ante cualquier abismo. Que asfixiaba toda pregunta. Por eso la imaginación es fundamental para la humanidad. Ser capaces, de pronto, de habitar un mundo distinto para construirlo después. Y ser capaces, también, de ponerse en el lugar de los otros y de vivir lo que vivieron, sufrir lo que sufrieron y morir lo que murieron. 

No son ganas de doler, sino de  conocer.

No sé, exactamente, decir lo que cambié. Vi la película hace muchos años, es posible que el año mismo en que se estrenó, que fue en 1987. La volví a ver, una y otra vez, a lo largo de las siguientes décadas. Siempre me impresiona. Sin ganas de doler, siempre me duele. Y, al mismo tiempo, siempre me ilumina. Porque conozco, viéndola, lo que no conocí, lo que no viví, lo que no morí. Porque no fui una de ellas, una de tantas y de tantos que, hace tiempo, pero no demasiado tiempo, crecieron en un sistema en el que no estaba permitido crecer.

Esa rebelión, ese ir contra natura (en una naturaleza muerta), trajo penalidades infinitas y seres devastados. Aún así, muchos consiguieron crecer y, por lo tanto, cambia. Como yo cambio al ver la película o al viajar, o al mirar alrededor y ver un mundo hecho con paisajes de enormes miserias y brillos urgentes, salvadores, mágicos. Brillos generados por imaginaciones puras y, en cierta manera —aunque solamente por algún instante— felices. Imaginar que puede ser mejor. La vida, el mundo, la historia, nosotros. Y querer que sea. Cambiando lo que haga falta.
 

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