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El tiempo espigado de Agnès Varda

Con noventa años, la cineasta Agnès Varda se sigue preguntando acerca de su lugar en el mundo, con películas documentales que exploran, experimentan, recogen y, finalmente, dan frutos sencillos y, a la vez, demoledores, que miran más allá de su vida aun teniendo su vida como centro

Agnès Varda
photo_camera Agnès Varda

PUEDE alguien aferrarse y, al mismo tiempo, dejar ir a las cosas, a los seres, a la vida? ¿Puede alguien mirar y ser mirado con la curiosidad primera, en constante renovación y diálogo con el mundo? ¿Puede alguien morir mañana y no morir nunca? 

Una mano sostiene una cámara que filma lo que nadie ve, en lo que nadie se fija, lo que no interesa observar. Es la mano de una mujer justa.

Que nació en Bruselas, que se llamó Arlette, que se escapó del hogar familiar y que comenzó una historia muy propia, muy suya, hecha de imágenes y de preguntas. Que vive en París, que tiene noventa años, que acaba de estrenar Visages, villages (Caras, lugares), una maravilla que vuelve a girar sobre todos y sobre ella misma, o lo mismo, pero al revés.

Eran cinco hermanos, dice no recordar especialmente —o no le parece relevante recordar eso— los días de su infancia. Conserva algunas fotos, que son, como tantas otras cosas que trajo a su terreno fértil, y como explicaría más tarde en el documental Les glaneurs et la glaneuse (Los espigadores y la espigadora), objetos espigados. No esbeltos, sino recolectados. Objetos que ella atrapa en el instante y que hace revivir cuando recuerda o cuando construye el recuerdo, filmándolo.

Una mano sostiene una cámara que filma lo que nadie ve, en lo que nadie se fija, lo que no interesa observar. Es la mano de una mujer justa.

Que se inventa palabras porque lo que hay en el diccionario no le sirve para definir su trabajo. Porque no le basta decir "escribir" cuando quiere decir construir rodando o vivir construyendo o pensar fotografiando cómo pasa el tiempo’, cómo pasa ella por el tiempo o lo mismo, pero al revés. Cinécriture (Cinescritura). Un concepto espigado.

Bajo una apariencia sencilla, el mundo se llena de significación. Aunque hay siempre un humor que impide irse al fondo


Su familia huyó de los bombardeos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y se afincó en Sète, una ciudad pesquera perteneciente al distrito de Montpellier, en Francia, lugar al que volvió para rodar su primera película, que lleva el nombre de un barrio: La Pointe Courte. Lugar al que volvió para rodar su autobiografía filmada, Les plages d’Agnès (Las playas de Agnès). Entre una y otra hay doce largometrajes, más de treinta o cuarenta cortometrajes, documentales, exposiciones, instalaciones artísticas, y 52 años que sirven de motivo para reflexionar y reflexionarse. Para cinescribir. Evoca su pasado y crea asociaciones sorprendentes y valientes y difíciles. Divertidas, a veces; otras no. Bajo una apariencia sencilla, el mundo se llena de significación. Aunque hay siempre un humor que impide irse al fondo. El humor de una mujer justa con una cámara en la mano que no puede salvar lo que nadie puede, pero sí ver lo que pocos quieren.

Arlette era un nombre que no le gustaba. Se inventó Agnès y un nombre fue espigado.

La calle Daguerre, en París, se convirtió en la calle donde la casa donde la vida donde el amor donde el pensamiento donde la profesión donde la amistad. Estudió, en principio, para ser fotógrafa, después creyó poder hacer una película. La hizo. Poco más tarde creyó poder hacer otra. Y se convirtió en la dama o la pionera o —ahora— la abuela de la Nouvelle Vague. Ella prefiere usar el término dinosaurio. Espigó dinosaurio y lo integró en su lenguaje. Filmó Cléo de 5 à 7, nominada a la Palma de Oro en la categoría de mejor película en el Festival de Cannes de 1962. No ganó, pero creó un estilo y una intención. Ideología, política, mirada.

Una mano sostiene una cámara que filma lo que nadie ve, en lo que nadie se fija, lo que no interesa observar. Es la mano de una mujer justa.

Que se fue a vivir a Los Ángeles y se topó con varias luchas que documentó y suscribió. No a la guerra de Vietnam, sí a las mujeres, sí a los negros. Hay indignación y optimismo, enfado y ternura, ante la injusticia. O mejor, ante la filmación de la injusticia, ante sus víctimas. Hay un movimiento continuo del interior al exterior que no se acaba nunca y que sirve para crear y para cuestionar, para recordar y para afirmar la existencia. Lo que observa, lo captura. Lo que vive, lo proyecta. De este modo, su cine tiene algo de realidad y algo de sueño, algo de locura y algo de tremenda compasión por todo lo humano. Una mujer justa rodando Sans toit ni loi (Sin techo ni ley), siguiendo los pasos hacia atrás de una joven vagabunda que no encuentra sitio, que no encuentra asideros, que no encuentra nada. El rodar ese vacío le hizo ganar el León de Oro en el Festival de Venecia de 1985.

Quería a un marido cineasta que triunfó con sus películas, que contrajo el sida y que murió sabiendo que su mujer había rodado para él

Se fue a California porque quería a Jacques Demy. Quería a un marido cineasta que triunfó con sus películas, que contrajo el sida y que murió sabiendo que su mujer había rodado para él Jacquot de Nantes, un documental sobre su infancia, a modo de epílogo del ser. Espigar la muerte de uno mientras el otro sigue viviendo. Luego filmó otros dos, y el homenaje continuó, la recolección solamente se acaba cuando llega el fin. O no.

Allá donde va le gusta visitar los mercados de las pulgas, desde el famoso y gigante y parisino de Sant Ouen hasta los que se despliegan por los países que recorre y que retrata. De esos lugares se trae postales, objetos, fotografías. Y horas de grabación en su cámara. Al volver a casa comienza el cultivo de todo eso en su tierra fértil, que dará frutos fílmicos, sencillos, directos, alguien podría llamarlos austeros.

¿Puede alguien aferrarse y, al mismo tiempo, dejar ir a las cosas, a los seres, a la vida?

Una vez compró un reloj en un mercadillo. Le quitó las agujas y desde entonces el tiempo pasa sin pasar, pasa sin doler demasiado. El tiempo y la memoria son elementos estilísticos de sus películas, a través de ellos se cuestiona su existencia, su significación, siempre en relación con los otros. Es la cinescritura de su paso por una vida rica, una vida artística, una vida justa. Espigando. Porque la espigadora es ella, como afirma en su documental Les glaneurs e la glaneuse, estrenado en el año 2000 y volviendo sobre él dos años más tarde, cerrando sin cerrar, agarrando sin ahogar, permitiendo a sus cosas, a sus objetos, a sus seres, ser libres. Hay arte; hay asociaciones locas, juguetonas, muy propias del surrealismo que tanto le gustó siempre; hay realidad, pura, dura, cortante. Y una Agnès Varda que habla, que se mira, que nos hace mirar.

Una mano sostiene una cámara que filma lo que nadie ve, en lo que nadie se fija, lo que no interesa observar. Es la mano de una mujer justa.

A los ochenta años decide filmar su memoria y realiza una autobiografía titulada Les plages d’Agnès, y juega, como una niña pequeñita y regordeta, con el simbolismo de la arena y de las olas, de sepultar bajo tierra recuerdos que se olvidarán, de borrar, con un golpe de agua, lo que dejó de tener importancia.

Su mirada feminista se ha convertido en un referente cinematográfico. Sus protagonistas son mujeres en el punto de mira, como ella misma

¿Puede alguien mirar y ser mirado con la curiosidad primera, en constante renovación y diálogo con el mundo?

No es otra cosa que hablar de su yo enmarañado con su entorno, no es otra cosa que no poder permitirse no decir nada cuando hay tanto que mostrar. Su mirada feminista se ha convertido en un referente cinematográfico. Sus protagonistas son mujeres en el punto de mira, como ella misma.

De unos años a esta parte le han llovido premios honoríficos. En 2017, San Sebastián; después el Oscar. Fue el momento de presentación de su, hasta ahora, último documental: Visages, villages, en el que se monta en una furgoneta con aspecto de cámara fotográfica acompañada del artista JR, un fotógrafo de veintiocho años. Y así, juntos, se van a recorrer los pueblos de Francia. Lugares que conectan con su memoria, lugares que quiere transformar haciendo partícipes a sus habitantes. Transformar para seguir recordando.

¿Puede alguien morir mañana y no morir nunca? 

Agnès Varda se puede ir, quedándose. Ha escogido su lucha, su posicionamiento, sus preguntas, su justicia y las ha filmado en un tiempo propio. Con optimismo y ternura, con indignación y enfado. Espigando, espigando, espigando.

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