Opinión

358

HACE UNOS días una buena amiga me dijo que, para ella, el tema de ETA estaba finiquitado. La experiencia, que me aconseja no discutir jamás por Whatsapp con alguien a quien se quiere , hizo que cerrase la conversación con el consabido “respeto tu opinión, pero no estoy de acuerdo”. Después, durante toda la tarde, me martilleó en la cabeza una cifra, 358. Son los crímenes de ETA que quedan por resolver. Trescientas cincuenta y ocho personas (así, en letra, impresiona más) cuyos asesinos se mantienen en el anonimato porque nadie ha querido colaborar a la hora de reconstruir el crimen que les partió la vida. Tras esa cifra se esconden huérfanos, viudas, madres y padres desolados, amigos, hermanos. Personas con nombre y apellidos a los que ETA ha negado incluso la posibilidad de poner nombre al causante de su dolor, no digamos ya a obtener consuelo con una condena. Mi amiga no es un ser insensible. Antes al contrario, es una mujer buena, generosa, amable, solidaria. Y eso es lo que me aterra: que España está llena de buena gente que piensa que a la historia de ETA hay que ponerle punto y final. Y no sé por qué existe esa vara de medir. Por qué a las victimas de ETA se les exige mirar hacia adelante y cerrar heridas. Por qué han de seguir viviendo sin encontrar resarcimiento o reparación. Por qué ellas sí y otros no. Por qué con ellas no va lo de la memoria histórica. Pero cuando mi amiga y yo éramos adolescentes, comíamos todas las semanas con un muerto de ETA entre las cucharadas de la sopa, y a muchos ya se les ha olvidado. Las víctimas lo avisan: los terroristas quieren poner el contador a cero, y tienen aliados. Pero no sólo entre la escoria de Bildu, no sólo entre los radicales, entre los nacionalistas que veían en los niños muertos un peaje a pagar por la independencia de la patria. Los tienen también entre tantas buenas personas que han decidido que hay que olvidar para seguir viviendo. Que no cuenten conmigo. No lo harán en mi nombre.     

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