Opinión

Media hora en otra vida

En más ocasiones de las que deberíamos es posible encontrarnos mirando por la ventana, como la cotilla vecina de cualquier comedia, o haciendo aquello por lo que criticamos a otros, pero que, cuando se trata de uno mismo, no parece tan terrible. Es casi como si todos fuésemos humanos y hubiese apuntadores o guionistas detrás de nosotros
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Hay un cierto encanto en los desconocidos que los padres intentan alejar de los niños y que, cuando el tiempo pasa, es muchas veces el motivo para salir a la calle. Bennett es un escritor consciente del poder que otorga el anonimato y utilizando a rostros importantes del cine y televisión actual como Imelda Staunton, Jodie Comer, Martin Freeman o Kristin Scott Thomas alimenta fantasías sobre las posibles aventuras de nuestra gente cotidiana.

Lo que Talking Heads ofrece es media hora en la vida de una jubilada soltera, cotilla y adicta a escribir cartas para quejarse del mundo moderno; de una actriz que busca su gran oportunidad o de una vendedora de antigüedades que se jacta de su buen ojo y deja pasar un tesoro por fijarse en otras cosas. Esta empatía forzada nos acerca a una extraña posición: observar el anonimato como algo interesante y ser jueces de sus actos.

El mensaje es más o menos simple pero cuesta asimilarlo, pues nos obliga a mirarnos en el espejo y ver aquello que intentamos ocultar mediante la educación que nos dieron o lo que la sociedad considera civismo. Es más fácil señalar todo lo erróneo en los demás y el mundo que trabajar por cambiar aquello que debemos esconder, porque de hecho lo sentimos más como vergonzoso que negativo.

Lo que el dramaturgo hace es evidenciar el ridículo que habita en nosotros por encerrarnos en una posición egocéntrica y no reconocer la humillación también como propia.

Otra emoción compleja, de esas que creemos poseer solo los humanos, que Bennett es capaz de perfilar y empujar hasta el extremo es el orgullo, una mezcla extraña de valentía y emoción por ser o pertenecer a algo. Sin embargo, lo que el dramaturgo hace es evidenciar el ridículo que habita en nosotros por encerrarnos en una posición egocéntrica y no reconocer la humillación también como propia. Primero yo, luego yo y después el mundo.

La escritura de Bennett es como un truco de magia antiguo, de los que funcionan porque comprende el funcionamiento de los cinco sentidos y puede manipularlos. Utilizando un mecanismo tan simple como distraer con un señuelo, el dramaturgo teje una red de personalidad y daños colaterales capaz de provocar, por una parte, un desenlace inesperado y, por otro lado, una fábula con moraleja mientras critica a toda una sociedad.

Con la misma filosofía que posee el concepto de que el pecado existe para quien mira y no para quien hace, los monólogos de Talking Heads narran un mundo que nos resulta totalmente desconocido y que descubrimos mediante las palabras, miradas y prejuicios que cada protagonista y narrador posee. En esos gestos ligeros, esos saludos con la mano a medio levantar que se hacen por cortesía, estamos recogidos todos en algún momento.

La batuta que guía el texto orquesta hasta el final cada detalle, dimensión que cobra un nuevo significado gracias a la cámara y las limitaciones que imponía el confinamiento, y elabora con ritmo una serie de ideas que deja libres deliberadamente. Estos conceptos al aire se ordenan en nuestro cerebro por arquetipos y categorías que asociamos sin querer, así logra sorprender Bennett, como que una mujer anciana y soltera debe ser cristiana y, realmente, detesta al clero.

En Talking Heads somos cómplices de las pérfidas ideas y comentarios que nos confiesan

La habilidad del dramaturgo inglés ya forma parte de los temarios de literatura en los institutos británicos por el cambio que supone su aproximación al teatro. Mientras que el monólogo se conoce más como un momento de sinceridad dentro de la obra o un formato de comedia, en Talking Heads es lo único que existe y nosotros somos cómplices de las pérfidas ideas y comentarios que nos confiesan.

Habría que pensar en quién escribe el guión por el que vivimos, si nuestras acciones o pensamientos, y si lo hacemos a través de los detalles, los gestos que no podemos evitar o los prejuicios que arrastramos. Quizás el anonimato absoluto, desconocerse a uno mismo, es la única forma de enfrentarnos a nuestro reflejo.

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