Opinión

Chicas con pecas

YO CONOCÍ Good vibrations, de los Beach Boys, una de las canciones más caras de la historia, por el anuncio de Bitter Kas. No fue la única. Como casi toda mi generación, también conocí el reggae, a Bob Marley y a sus Three little birds por el anuncio de Lois. Además, en misa aprendíamos y cantamos canciones que luego resultaron ser Blowing in the wind, de Dylan, o Los sonidos del silencio, de Simón —así, como suena— y Garfunkel.

El anuncio de Bitter Kas era cortito, tan solo veinticuatro segundos, y en él aparecían unos chicos haciendo windsurf entre las olas. Y luego, un vasito raro con hielo donde se servía la amarga y roja bebida. La música era ese sensacional inicio de la canción, aunque por exigencias del guion se abreviaba y saltaba enseguida al estribillo, que hablaba del sabor y la gente biterkás.

Tíos cachas que hacían cosas increíbles como hablar en inglés, navegar sobre una tabla o cantar

Estos días he puesto un cedé de los hermanos Wilson y compañía —por cierto, tan solo el primo Dennis, el batería, hacía surf— y me he quedado dándole vueltas a ese tema, a esos coros del principio, y a por qué, con independencia de su genialidad musical, me resultan tan sugerentes, tan atractivos. Y he pensado en aquel anuncio, que es del año 1984 —tenía yo 14— y lo he vuelto a ver. Y sin duda la música, como tantas otras elegidas por la marca vasca, era un acierto, y las imágenes tampoco estaban mal, pero había algo más.

El resultado era más que la suma de los ingredientes más evidentes, era un ejemplo de sinergia en una época en la que no sabíamos lo que era eso, un resorte que hacía despertar otra cosa.

Lo veo y me doy cuenta de que allí había sin duda algo sexual. Buceo un poco en lo que queda de la mente de aquel adolescente y creo ver imágenes de chicas americanas. Chicas riéndose a la orilla de un mar dorado o alrededor de una hoguera de noche en la playa, en vaqueros o en biquini. Chicas rubias con pecas. Una, al sonreír, se muerde un poco el labio inferior. Junto a ellas, tíos cachas que hacían cosas increíbles como hablar en inglés, navegar sobre una tabla o cantar. Cosas que yo nunca podría hacer y que les permitían estar con mujeres como yo nunca conocería. Porque eso era lo fundamental: que todo —el surf, los músculos, el sol, esa playa, esa hoguera y la noche californiana—, pero sobre todo aquellas chicas de melena trigueña, sobre todo sus pecas, eran inaccesibles. Un paraíso inalcanzable. Tanto más paraíso cuanto más inalcanzable.

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