Opinión

Hacia dónde, estos lunes

HAY MUCHA gente que vive bien, sin escaseces ni preocupaciones graves, y se mete en la cama cada noche con la sensación de no haber disfrutado ni un poco en todo el día, de que simplemente ha pasado otra jornada más que no ha valido la pena. ¿Que hay cosas peores? Por supuesto. ¿Que hay, cerca, quien daría un brazo por acabar así su día? Ya. Pero eso no hace menos real el problema. Menos dramático, sin duda, pero no menos real ni menos desgastador. Y con la insatisfacción añadida de pensar que uno ha hecho todo lo que se suponía que debía hacer, todo lo que le dijeron que hiciera, que no le ha costado poco, y, sin embargo, el resultado es así de frustrante.

Supongo que es un problema estructural, sistémico o como quieran llamarlo. Y que es posible encontrar salidas individuales, fórmulas personales para desmarcarse un poco, para ir contracorriente o, al menos, hacer eses dentro de ella. Pero no es fácil.

Como las personas, las sociedades deberían tener claros sus objetivos últimos y tomar cada decisión valorando si se acercan o se alejan de donde quieren estar. Aunque para ir a cualquier sitio haya más de un camino, lo primero es saber a dónde se quiere llegar. Seguro que hay tres o cuatro proverbios chinos que lo dicen.

Lo malo es que a lo mejor esas metas sí están claras, pero no son las que pensamos porque no las hemos decidido nosotros. Ya saben que el poder tiene varias formas de manifestarse, cada una más elaborada, eficaz y segura que la anterior: la más evidente es la toma unilateral de cada decisión, basándose en la autoridad o la fuerza; por encima de ella está la capacidad para imponer el tablero y las reglas del juego, y luego permitir jugar; y, todavía más arriba y todavía más sutil, está la que pasa más desapercibida, que consiste en etiquetar lo que está bien y lo que está mal, en definir el canon, en formar los gustos, los criterios e incluso los principios, y dejar hacer. No sé en qué estadio estaremos nosotros, pero me temo que ni siquiera lo ponemos difícil, que no hace falta ni disimular mucho.

El caso es que los afortunados, los que vivimos materialmente bien, nos las prometíamos muy felices en los pisos de arriba de la Pirámide de Maslow, esa que ordena las necesidades por niveles. Pero resulta que, la autorrealización, no sabemos ni lo que es, que al éxito y al reconocimiento renunciamos a los treinta y pocos, y que, al acostarnos un lunes, nos damos cuenta de que no ha habido ni amor, ni amistad ni cariño ese día, porque nos lo hemos pasado corriendo sin parar, sin saber hacia dónde ni para qué.

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