Opinión

Hoy salimos

Aunque es fin de semana y no hemos puesto el despertador, madrugamos y nos levantamos temprano. Hoy por fin salimos de casa

A PESAR DE QUE la gente mayor y los más vulnerables por patologías previas aún deban seguir en sus casas hasta que la vacuna surta efecto, se va a notar muchísimo que el resto, la mayoría, al fin vamos a salir.

En una cosa hemos tenido suerte: ha caído en sábado. Así que nos duchamos rápido porque, por supuesto, hemos decidido ir a desayunar fuera. Para mí que hoy no volvemos a casa en todo el día. A ver si no nos da una reacción extraña, a ver si no nos hemos vuelto intolerantes al aire libre, o a algún alimento, después de dos meses comiendo ordenadamente y sin excesos ni caprichos —ya bastante hacía nuestra familia trayéndonos lo básico —. Nos vestimos y, aunque durante todo este tiempo hemos mantenido un mínimo estético más que aceptable, y de toda la vida la idea del chándal como uniforme de casa a mí me ha provocado un rechazo solo comparable a ponerme la bata por encima de la ropa de calle, es cierto que por primera vez en mucho tiempo nos vamos a arreglar. Y nos vamos a abrigar. Habrá que mirar incluso qué tiempo hace, porque vuelve a importar.

No me acuerdo de dónde está mi cartera. Cojo las llaves, que llevaban semanas ahí. Abrimos la puerta y la volvemos a cerrar, pero esta vez desde fuera. Y llamamos al ascensor y, en lugar de recoger las bolsas de la compra, entramos en él y le damos al cero. Hacía dos meses que no veía el portal. Y dos meses y treinta segundos que no pisaba la calle. Pasa mucha gente. Durante todo este tiempo, cuando me asomaba a la ventana, ver a algún viandante solitario era una atracción. Y ahora la acera me parece abarrotada. Empezamos a ver caras conocidas y somos todo sonrisas, sonrisas de reconocimiento, de alegría y creo que de alivio: a estos no les ha pasado nada. Hasta que, al llegar a Amboage, nos encontramos con los primeros amigos y vamos hacia ellos. Y por un momento dudamos: ¿nos acercamos?, ¿nos tocamos? Nos vamos aproximando poco a poco, algo nerviosos, nos entra la risa floja, nos interrogamos con los ojos y, finalmente, salvamos los dos pasos que nos separan y nos damos un abrazo. Un abrazo largo. Y de repente se me saltan las lágrimas. Es la primera de las muchas veces que nos va a pasar hoy.

Seguimos andando por la calle Real, saludando, diciendo adiós, sonriendo y parándonos. Más reencuentros emocionados. Hasta que llegamos a nuestra cafetería favorita, al Lusi, desde la que, al enterarse de que teníamos varios positivos en casa, al principio de la cuarentena se ofrecieron a echarnos una mano. Entramos, nos ve Antón, viene hacia nosotros y nos abraza. Vienen las camareras y Sofía, y nos besamos, y todos parecemos asombrados, como si no nos creyéramos que volvemos a estar allí y vamos a pedir un café. Y una nata. Porque resulta que aún están medio desabastecidos y no tienen casi nada, pero natas sí. Y nos encantan.

Al salir, seguimos el paseo. Las tiendas están abiertas y los dependientes esperan a la puerta, sonrientes, hablándole a todo el mundo. Nos dicen algo al pasar. Todos nos decimos algo, y nos empieza a doler la cara de reírnos tanto. Y entonces nos encontramos con mis padres. Se vacunaron hace tiempo y ya pueden salir. También llevábamos dos meses sin vernos. Mi madre llora, claro, y todos nos alegramos y a la vez tenemos pena. Porque a nosotros la tragedia no nos ha tocado, pero se nos ha acercado lo suficiente como para verla. Les proponemos ir a tomar algo, y hoy no se hacen de rogar. Y, aunque hacer un breve recuento es inevitable y por un momento nos entristecemos, estamos tan contentos de volver a estar juntos que se nos pasa pronto. Y luego se van, tranquilos y felices porque ya todo es casi normal.

 No ha pasado tanto tiempo como para que la ciudad haya cambiado; solo la gente nos sorprende: verla, verla tocar las cosas, verla beber

Nosotros vamos a ver la plaza de Armas, que ha aprovechado nuestra ausencia para dar vida a sus árboles nuevos, que están verdes y casi frondosos. Ya dice mi suegro que lo mejor para las plantas es no hacerles caso. Miramos todo. No ha pasado tanto tiempo como para que la ciudad haya cambiado; solo la gente nos sorprende: verla, verla tocar las cosas, verla beber y dejar el vaso en la mesa, verla hablar de cerca, verla darse la mano y verla besarse.Entonces suena el teléfono. Hoy suena menos, que

ya tenemos otras cosas que hacer. Son nuestros amigos. Que dónde estamos, que si no lo vamos a celebrar. Pues claro. Los esperamos. Los vemos venir y a Marta y a mí se nos vuelven a saltar las lágrimas. Nos abrazamos, nos abrazamos mucho, nos miramos y nos volvemos a abrazar.

Vamos andando, hablando sin parar. Aunque hay momentos en que de repente nos callamos todos, unas veces porque cruza una sombra, otras, porque la suerte de estar juntos nos sobrecoge. ¿A dónde vamos? ¿A Bonilla? Y ya picamos algo, luego, ¿no? 
No, hoy no volvemos a casa en todo el día.

Comentarios