Opinión

Una oveja lejos del hogar

"A pesar de lo mucho que viajo últimamente, agradezco no poder ir de un sitio a otro por correo electrónico o a través de la nube"

VENGO PASEANDO por la mañana y me parece increíble que la bufanda que me abriga el cuello alguna vez fuese el pelo de una oveja. Probablemente australiana, china, estadounidense o neozelandesa, por ese orden. Me parece bien, me pone en contacto con el mundo físico real; como me sucede con las inclemencias meteorológicas y la geografía. En cierto modo, y a pesar de lo mucho que viajo últimamente, agradezco no poder ir de un sitio a otro por correo electrónico o a través de la nube. Sería muy cómodo pero demasiado virtual. Necesito más corporeidad. Sin contar, como dice mi amigo David, con que por esos medios lo que se envía es una copia del archivo original, lo que supondría que al final habría dos yoes, uno en Ferrol y otro en Madrid. Que sin duda tendría muchas ventajas –quién no ha deseado nunca la ubicuidad–, pero resultaría desconcertante para todos. Y seguro que el tiempo seguía sin llegarme a nada, además.

Al pasar cada día por encima del río de luces de la M-30, a las siete y media, me cruzo con un chico de unos treinta años que debe de volver ya de dejar a su hijo en la guardería, porque lleva siempre una silla de niño vacía. A las siete y media de la mañana. A esa misma hora veía todas las mañanas, hace unos años, a una abuela con un carrito de bebé en el metro. Y en algún momento alguien nos convenció de que esto era mejorar.

Al salir de trabajar decido ir a tomar un café a un sitio distinto. En la mesa de al lado, una chica negra con un ligero acento extranjero y rasgos que podrían ser etíopes se pelea por correo y teléfono con potenciales clientes, y se desespera. Yo estoy leyendo El domingo de las madres (Anagrama), de Graham Swift, que me está gustando mucho. En la media novela que llevo, la protagonista no hace otra cosa que mostrarnos que se da cuenta. De todo: los libros que se leen y los que no, el poso de las habitaciones, el lugar de cada persona y su propia trayectoria. Se da cuenta de su vida mientras sucede, lo que a mis ojos la convierte automáticamente en una persona interesante. Cuando me levanto para irme son las ocho y media y mi vecina sigue haciendo llamadas y maldiciendo en voz baja cada vez que cuelga.

Alguna vez le he oído decir a mi madre que no entendía por qué la gente tiene que irse fuera a trabajar, y que le parecía una verdadera pena y una prueba clara, incluso cuando solo se trata de cambiar de ciudad, de lo mal organizado que está el mundo. Yo vuelvo de noche a mi habitación por calles extrañas y me pregunto qué significa para mí estar aquí. Es raro seguir siendo el mismo tan lejos de casa.

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