Opinión

Una suerte de revelación

Como cada quince días, hemos compartido lecturas, cansancios e insatisfacciones borrosas

AYER QUEDÉ con Javi en Callao. Yo venía de una conferencia en un sitio con espingardas y alabardas y un salón de esgrima, y de buscar en tiendas de ropa de segunda mano un abrigo como el del inspector Luther.

Fuimos a tomar una cerveza a la Corredera de San Pablo. Es muy caro esto. Y después yo pedí un albariño por morriña. Y hablamos, como cada dos semanas. Es una buena cadencia, no necesitamos ponernos demasiado al día pero tampoco nos hacemos previsibles. Además, nosotros nos conocimos hace ya muchos años por internet, primero por dentro y bastante más tarde por fuera; primero las opiniones, los gustos y hasta los sentimientos, y después el estado civil, el acento y las gafas. Y debe de ser por eso que no nos importa no saber algunos datos básicos.

Me llevó a cenar a El Buda Feliz, por la Gran Vía, el primer restaurante chino que abrió en Madrid, en 1974. Hace poco lo han remozado y es bonito, con plantas grandes y azulejos verdes. Y la comida estaba deliciosa. Incluidos unos rollitos de primavera que ni se llamaban así ni sabían como los demás, y un helado de calabaza muy rico. Y también tenían albariño. Y la camarera, peruana, era encantadora.

Al salir cruzamos la plaza de San Martín, donde una placa dice que el Jueves Santo de 1611 Quevedo hirió mortalmente a un hombre en defensa de una dama. Cosas así me hacen tenerle respeto a Madrid. Y más cuando descendemos a la cueva de ladrillo de La Coquette y nos topamos con un concierto de blues de una calidad que a mí me asombra. O al encontrarnos, delante del Teatro Real, tan neoclásico como de costumbre, a un hombre que ha montado un telescopio Dobson y te deja mirar la Luna por la voluntad. Y yo me quedo embobado porque la veo como nunca antes, enorme, nítida, rayada y con el borde izquierdo perfectamente mordisqueado por los cráteres; y aun encima se me va ocultando por un lado porque la Tierra, para impresionar, sigue girando. Luego, frente al Palacio Real, que si estuviera en otro país nos maravillaría, cojo un taxi y voy oyendo Una calle de París, que en la vida me ha gustado pero esta noche me despierta nostalgia de esa edad de salir y ligar que en realidad nunca tuve.

Como cada quince días, hemos compartido lecturas, cansancios e insatisfacciones borrosas. Tan borrosas como nuestros anhelos. Compartimos nuestra crisis de madurez. Pero también cierta tranquilidad. La de saber que, pese a todo, pese a los sueños rotos y esta inevitable sensación de que falta algo, hemos acertado en lo más importante: hemos sabido poner a gente buena en nuestra vida. Y que nosotros mismos tampoco somos malos.

Comentarios