Opinión

Zombis en las vías

Nada más salir de Ferrol me fui al vagón cafetería. Como todos los habituales, no pedí nada hasta el café,  y me comí mi cena en una esquina

LUEGO ME puse a escribir, hasta que se me acabó la batería del portátil y decidí irme a Turista, que tiene asientos, para tratar de leer algo más cómodo, aprovechando que todavía iba casi vacío. Solo había un señor de sesenta y pico años mal llevados, durmiendo, y yo me senté varias filas detrás. Abrí El periodista deportivo y me preparé para enfrentarme —esa es la palabra— de nuevo a Richard Ford y a sus personajes, que reflejan en cada gesto y cada inflexión de voz todos los dilemas existenciales, todas las enseñanzas y todos los anhelos y temores de sus vidas —que a veces, la verdad, parece mucho reflejar—.


Al poco, el hombre empezó a roncar. Levanté la cabeza, pero seguí con Frank Bascombe y sus tristes alegrías: un año viajando en tren veinte horas a la semana, entre otras cosas, te endurece frente a los ronquidos. Pero al cabo de un rato cambiaron. Empeoraron. Se convirtieron en una especie de hipidos, carraspeos y gárgaras. Me recordaban a las máquinas que en los hospitales utilizan para aspirar las vías respiratorias a los muy enfermos. Si han tenido la mala suerte de oírlas, se harán una idea. Y tan mala pinta tenía que dejé la novela en la butaca de al lado y me dispuse a levantarme para ver si al señor le pasaba algo, para ayudarle o pedir socorro si se estaba ahogando o sufriendo algún tipo de ataque.


Pero, entonces, me detuve, porque aquellos ruidos dejaron de sonar a cualquier cosa natural, para asemejarse a los gruñidos y balbuceos asquerosos de los zombis de las películas. Igual. E incluso me dio la impresión de que la cabeza calva, rodeada de un círculo de pelo gris revuelto, temblaba en convulsiones. Y me quedé completamente quieto, sin hacer el menor ruido, tres butacas detrás de él, para que no me oyese. Estaba seguro de que, como todos los zombis del cine, sería medio lelo y, si yo no me hacía notar, seguiría mirando al frente, con sus ojos desencajados de no muerto y sus babas negras colgándole, hasta que algún estímulo llamase su atención. Ni siquiera cogí el libro -—además, así no leía aquellas deprimentes conversaciones—. Él seguía jadeando y como eructando líquido. Y yo esperé. Inmóvil.


Entonces llegamos a Coruña —con la tensión, la primera hora y media de viaje se me había pasado volando— y el tren paró. Y el tío se levantó como un resorte y le dijo al revisor, que ajeno a todo aquel peligro apareció por allí tan tranquilo, si le daba tiempo a bajar a echar un pitillo. Con dos cojones.