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La muerte, estúpido

 

EL SONIDO del timbre me sorprendió abriendo una lata de mejillones, a traición. Toda tu vida se puede ir al traste en momentos así, cuando menos te lo esperas, y lo peor de todo es que el mundo entero pensará que te lo merecías por gilipollas. Torpe hasta el ridículo he tratado de quitar el dedo de la anilla, caminar hacia la puerta y esquivar a uno de los gatos, todo al mismo tiempo, de ahí que la maniobra rayase la tragedia. De repente, me he visto a mí mismo trastabillado, con media lata anclada a la falange y salpicaduras de escabeche por toda la cocina, como si hubiese degollado con un cúter a medio rebaño de ovejas. Así es como mata Ramón Fortuna a una pobre desgraciada en El otro barrio de ahí que, al menos por un instante, haya temido por mi vida o por la del gato, incluso he llegado a plantearme cuál de las dos opciones causaría un menor disgusto a Rocío pero enseguida decidí obviar la respuesta por evidente y dolorosa.

Temer a la muerte es un sentimiento natural, casi lógico, pero temer una muerte estúpida debería ser una obligación. La vida te puede cobrar su última factura de mil maneras diferentes, a cada cual más dramática y dolorosa, pero lo que no puede permitirse uno es entregar la cuchara sin más, sorprendido por un simple ataque de cotidianidad, poco menos que haciendo el imbécil. Imaginen los titulares al día siguiente: "Columnista muerto al tratar de abrir una lata de conservas: el muy idiota se seccionó la yugular". Es el tipo de publicidad que no te conviene, que no aporta beneficio alguno salvo que tu viuda carezca de principios y se dedique a compartir su dolor a cambio de dinero. Pensándolo bien, quizás podría ser este un último acto de amor verdadero hacia ella, un modo drástico pero efectivo de devolverle su cariño y dedicación a lo largo de tantos años —aunque le paguen cuatro perras— pero antes convendría explorar bien todas las posibilidades y trazar un plan B: no conviene precipitarse.

Romeo y Julieta, por ejemplo, son dos panolis de manual. Podemos hacer un esfuerzo y tratar de comprender las verdaderas motivaciones de Shakespeare y su intento de profunda reflexión pero es un despropósito se mire por donde se mire. "Es esta obra descubrimos la esencia misma de la tragedia", explicaba un profesor mío del instituto que masticaba ajo como remedio para todo. No, mire usted: en esta obra descubrimos la esencia misma de la falta de comunicación, incluso una cierta apología de la estupidez y hasta de las prisas, del poner los bueyes antes que el carro. Entiendo que el autor necesitase del fatal desenlace para colarnos su moraleja pero se trata de dos muertes evitables a poco que Romeo se diese un tiempo, el normal para asimilar cualquier tipo de pérdida, y Julieta no se pasase de revoluciones. Pudo haber una tercera, la de Fray Lorenzo, pero supongo que el instinto de supervivencia pesó más que la dignidad, como debe ser.

La vida puede cobrar su última factura de mil maneras diferentes, a cada cual más drámatica

Otra de las muertes más estúpida que recuerdo es la de Gerald O'Hara, el padre de Escarlata en Lo que el viento se llevó. Por supuesto, me refiero a su muerte en la gran pantalla, desconozco los entresijos de la novela. Se trata de un señor mayor destrozado por las miserias de la guerra y una pérdida de posición social y económica. Lleno de ira, monta sobre su caballo para perseguir a un yankee que amenaza con quedarse su última propiedad, la finca Tara, pero en un alarde innecesario dirige la montura hacia los dos únicos metros de valla en varios kilómetros a la redonda, fuerza la situación, cae y muere. Es el tipo de actitudes a evitar si uno quiere conservar el pellejo hasta que llegue la parca, no hay necesidad de citarla a deshora y con alevosía.

Hace muchos años, en la finca de una tía mía, se me ocurrió la fenomenal idea de subirme a la rama de un cerezo, no sé por qué. Fue la última vez que tonteé con la muerte sin necesidad y todo ello a pesar de que la rama en cuestión no levantaba más de dos metros sobre el suelo. Pensé en saltar varias veces pero el miedo a un desenlace fatal me atenazó como a un chiquillo en un tanatorio. El caso es que tuvieron que llamar a mi padre que, al personarse en el lugar, no pudo menos que echarse las manos a la cabeza y preguntarse qué tipo de hijo le había tocado en suerte. Trató de que saltase por la buenas y también por las malas, incluso me lanzó una manzana medio podrida que encontró en el suelo, pero al final fue necesario pedir una escalera al vecino para que un servidor, con el máximo cuidado, descendiese entre los aplausos de mi tía que siempre ha sido una entusiasta. Mi padre dijo algo así como que su hijo era un inútil y yo le contesté que sí: "un hijo inútil pero vivo".

Desde aquel día vivo lleno de precauciones y fumando como un carretero, consciente de mis prioridades. No cruzo semáforos en rojo, no subo escaleras de dos en dos, no como nada con espinas ni huesos y tampoco exagero mis apetitos sexuales por lo que pueda pasar. Desconfío, por sistema, de esa gente que dice vivir al límite y cuando tengo ocasión los miro con encima del hombro, con un desprecio absoluto ante tanta vitalidad y tanta filosofía neoliberal. Desde el otro día, por cierto, tampoco abro las latas de conserva: "Sabes lo que te conviene y en este momento de la vida no es la muerte, estúpido".

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