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Escuchas

El excomisario Villarejo. AEP
photo_camera El excomisario Villarejo. AEP

PUES PUEDE ser que de entre todos los protagonistas de las escuchas escandalosas, el más honesto sea Villarejo. Todos los que hablaban con Villarejo sabían quién era y a qué se dedicaba. Él no engañaba a nadie. Sabían que entre los servicios que ofrecía estaba el de grabar conversaciones. Sabían para quiénes trabajaba (para muchos), sabían a quiénes espiaba (a todos) y sabían que lo hacía a cambio de dinero, de influencia o de las dos cosas. Cuando hacía un favor, el que lo recibía tenía claro que tarde o temprano se pasaría para recordarlo.

Él se presentaba como un comisario chantajista, espía, creador y solucionador de problemas. No mentía. Eran otros los que lo hacían: los que lo contrataban, los que cantaban como jilgueros cuando hablaban con él, los que aceptaban sus favores o cedían a sus chantajes. Esos se presentaban ante la sociedad como fiscales impolutos, ministros honradísimos, políticos vocacionales, empresarios ejemplares.

Ahora sentirá que todos lo han traicionado, a él, que era una persona de fiar. Nadie se mueve durante tantos años en las cloacas si no inspira confianza. Resolvía bien su trabajo y era discreto. La información que manejaba era de primera calidad y la administraba con inteligencia: un chantaje por aquí, un dossier por allá, un apuñalamiento a una dermatóloga por acullá, y así siempre. Era eficaz, era implacable, era un profesional. Él sirvió a todos, partidos, instituciones, empresas, particulares, y lo hizo de manera impecable. Ahora es como ese buen camello de alto standing del que se deshacen sus clientes en cuanto lo detiene la policía. Todos le dan la espalda y siempre fingirán no haberlo conocido.

Ahora todo sale a la luz y nuestra vida se ha convertido en los últimos meses en una montaña rusa de sensaciones y emociones: hay una princesa dolida que desvela que un rey la utilizó como testaferro para esconder su dinero en Suiza, hay una ministra y exfiscal que insulta a un compañero por ser homosexual, hay una exministra espiando a un exministro, hay prostíbulos, hay jueces y fiscales cometiendo delitos en el Caribe, hay de todo. Pero lo que estamos descubriendo no es tanto qué se hacía, que eso ya lo sabíamos, sino cómo se hacía.

Vivíamos plácidamente en la falsa creencia de que todo se desarrollaba de acuerdo a nuestra imaginación: que si uno metía la mano en la caja, que si otra hurtaba unas cremas, que si el de más allá entraba en prisión, lo hacían como es debido. La verdadera magnitud de las grabaciones de Villarejo la marca la naturalidad con la que se hacían las cosas. Conversaciones en las que la gente va contando de manera espontánea cómo funcionan las altas esferas. Ahora sabemos que manejaban los asuntos turbios como quien come cacahuetes, sin inmutarse.

Y eso es lo que me indigna. No pueden jugar así con nuestras creencias. O se hacen las cosas como hay que hacerlas o ya mejor que vuelvan directamente a las cacerías aquellas de Berlanga, que ya puestos a hacer el ridículo mejor hacerlo con todas las consecuencias.

Es exigible que quien se mueva en las altas esferas de las cloacas lo haga con elegancia y siguiendo los cánones, magníficamente descritos en tantas novelas y en tantas películas. Es que no deberíamos entrar en ese aro. Si usted quiere espiar a alguien, se me pone un sombrero negro y se me pone a espiar. Si quiere conspirar, se me va al reservado de un restaurante y ahí, vestido de smoking, se pone usted a conspirar mientras se fuma un cigarrillo muy alargado; o se me va a celebrar su complot a un despacho oscuro y se me pone a hablar en susurros, que es otra manera de conspirar. ¿A quién se le ocurre recibir a un espía en un despacho en obras? ¿Es que estamos todos tontos o qué? Eso de irse a un restaurante lleno de gente, sentarse con el confidente mayor del reino y con media docena de jueces y fiscales y ponerse a chillar los delitos de compañeros que igual están dos mesas más allá no cabe en cabeza alguna.

Estas cosas, de toda la vida de Dios, se hacen como hay que hacerlas o no se hacen. Los robos se planean en la casa del líder de la banda, los asesinatos se cometen en un garaje oscuro y los complots se fraguan en una plaza de Varsovia, por ejemplo, no hablando por teléfono desde la cocina mientras uno se hace un bocadillo de salchichón. Y con una música de fondo adecuada para realzar el momento y generar la lógica tensión. Somos la vergüenza de Europa. Ya ni se guardan las formas.

Es exigible. Todos tenemos una idea de cómo se desarrolla un complot y vienen estos a convertirla en una charlotada. Tiene que haber en estos asuntos algo de romanticismo. Que roben, vale; que se maten entre ellos no es nuestro problema; que espíen, bueno. Allá ellos y sus conciencias. Pero que no se rían de nosotros, que bastante tenemos con aguantarlos para que luego ni sepan vestirse para la ocasión.

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