Opinión

La cama como escapatoria

Portorosa

Casi todo admite muchas y diversas razones. Casi todo, no solo dormir, se puede hacer desde planteamientos muy diferentes, casi opuestos. Y, en función de cuál sea el nuestro, de lo que haya tras nuestros actos, así serán estos, así nos sentarán y así hablarán de nosotros.

Beber es otra de esas cosas: para olvidar o para no olvidarnos de un momento. Por eso hace tres o cuatro años les dijimos a nuestros hijos, que nos ven ir de cañas o tomar vino de vez en cuando, que no bebiesen nunca estando mal; que fuese siempre por alegría.

Pero hay muchas más, la lista es interminable: acostarse, beber, comer, el sexo, salir, trabajar, estudiar, tener un perro, casarse, tener hijos o arreglar el mundo. Absolutamente todo puede ser un paso acertado que sirva para construir algo bonito, o no ser más que otra forma de escapar de nuestra realidad, de aguantar. Lo cual, no pocas veces, es a lo que podemos aspirar.

Y es que, en realidad, al capítulo 7, versículo 16, del Evangelio según San Mateo, en ocasiones, habría que darle la vuelta. No se nos conoce por nuestras obras; es más complicado que eso: es conociéndonos, como podrán juzgar nuestros actos. No es siempre el fruto el que nos habla del árbol (San Lucas 6, 44), sino al contrario. Sabiendo quiénes y cómo somos, sabrán qué pensar de lo que hacemos. Si es lo que parece, o no.

Acostarse para descansar, para disfrutar, o para huir.

Uno de la aldea de mi padre, un chico poco mayor que yo, estuvo años casi sin levantarse de la cama, o eso me contaban. Eran muy listos, los de esa casa. El que más, un tío suyo muy bajito, calvo, con gafas grandes de pasta, como el profesor Franz de Copenhague, el de los inventos del TBO. Lo vi tres o cuatro veces, creo, y lo recuerdo calzado con zuecas y con un gran sombrero de paja puesto sobre la boina. Se sabía de memoria el nombre y apellidos de todos sus mandos de la mili, y era el archivo viviente de la aldea. Los oía hablar, a él y a su sobrino, que tenía la edad de mi padre, y ya se veía que eran otra cosa. Les faltaría cierta cultura, imagino, les faltaría lo que llamamos mundo, seguro, pero eran otra cosa, algo especial. A eso achacaban lo de no levantarse de la cama.

También escribir, por supuesto, puede hacerse por buenos o malos motivos.

Acabo de terminar La velocidad de la luz, de Javier Cercas. Me la recomendó mi amigo Felipe, de Pessoa. Es una novela extraña, porque se puede decir que trata de Vietnam. O más o menos. Y son raras, las novelas españolas sobre Vietnam, o sobre un ex combatiente de Vietnam. Pero me ha gustado, aunque ha habido frases, expresiones, que me han llamado la atención, para mal. Y dice Cercas, de su personaje, que no tenía vocación de escribir, sino de haber escrito. Me parece una diferencia clara, clave, muy bien explicada: quería ser escritor, serlo, haber escrito ya. Quería solo el éxito.

Recuerdo aquel año en el que cada mañana me sentía incapaz de volver a la mía

Hay tantos motivos para escribir como escritores, supongo. Valle decía que lo hacía por dinero y no le dio mal resultado. Y ese esnobismo de serlo, de poder sentarte en los cafés sosteniendo un libro -tuyo- o tomando notas con la mirada ensoñadora perdida en el infinito, con una bufanda blanca, como decía Umbral, es sin duda frecuente.

Hacer cosas por gusto o para aturdirnos: beber, quedar, trabajar, comprar, usar el móvil o leer -sí, leer-. Todo es susceptible de convertirse en refugio, en una escapatoria. Acostarse por gusto, acostarse para descansar, o querer dormir para huir. Dormir para no pensar, para no estar. Cerrar los ojos para olvidarnos, y supongo que, en el fondo, esperando que el olvido sea definitivo, que el sueño lo borre todo. Y despertarnos, por eso mismo, desesperados por el reencuentro con la realidad. Recuerdo aquel año en el que cada mañana me sentía incapaz de volver a la mía. 

Pero pude, claro, y pasó. Como dice mi suegra, que la vida no te mande todo lo que eres capaz de aguantar. Aunque de vez en cuando necesitemos descansar un rato.

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