Opinión

Museos y contenedores

Por salud mental, he decidido volver a tener algo de vida por semana. Preferiblemente, cultural. Por suerte estoy en la ciudad adecuada, entre museos y contenedores
Portorosa - Museos y contenedores

CLARO QUE, por buena y variada que sea la oferta de Madrid, no te garantiza que no vaya a haber decepciones. Como la exposición temporal de la semana pasada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que se anunciaba con el llamativo nombre de El ingenio al servicio del poder. Los códices de Leonardo da Vinci en la corte de los Austrias, y, sin embargo, no incluía dichos códices, demasiado delicados para salir de la Biblioteca Nacional. Era un gancho y conmigo funcionó. Aun así, valió la pena, y no solo por haber podido entrar en el magnífico edificio, sino porque, efectivamente, las muestras de ingenio que se recogían eran muchas e interesantes. Para alguien tan poco mecánico, y tan poco práctico en general, como yo, las grúas que inventó Juan de Herrera para la construcción del Escorial —y que permitieron concluir las obras en un tiempo inusitadamente breve para la época—, o el mecanismo inventado por Juanelo Turriano que, en Toledo, usaba la sola fuerza del río para subir agua desde el Tajo hasta el Alcázar, noventa metros más arriba, resultan asombrosos. Y otra prueba, además, de lo específicos que pueden ser nuestros talentos.

Antes de entrar a la exposición me tomé un café en una terraza justo enfrente de la puerta del flamante hotel Four Seasons, único de la cadena en España. Y lo cierto es que lo que podía ver del vestíbulo de entrada y del bar de la planta baja era espectacular. Como los precios de sus áticos, vendidos como viviendas particulares con derecho al servicio de habitaciones. Unos precios que me parecían inconcebibles hasta que el otro día un conocido me contó que una inmobiliaria había vendido, por esa zona, un ático por quince millones. Quince, sí. Millones. De euros. La verdad es que era muy grande; y seguro que tenía plaza de garaje y trastero. Quince millones. Otros mundos. Pero están en este. 

Aunque normalmente no se toquen. Como ese día, que a menos de cien metros, en la Puerta del Sol, se protestaba contra una sentencia. Un tema sobre el que me cuesta formarme una opinión clara, más allá de tres o cuatro ideas sueltas. Por un lado, querría vivir en una sociedad tan madura que no solo su concepto de la libertad de expresión fuese avanzado y comprensivo, sino que hubiese aprendido a no prestar atención a quien no la merece. Por otro, agradecería que el abanderado de esta lucha fuese un poco más digno de ese papel que el que nos ha tocado.

Es un consenso que surge de un complejo equilibrio entre las distintas maneras de pensar, y que cambia con el tiempo y el lugar

Cualquier sociedad define lo que es lícito hacer… y decir, me temo. Por esa razón, si alguien sale en televisión insultándome, o acusándome de ladrón y no lo demuestra, puedo denunciarlo. Y si sale diciendo que las jovencitas deberían ser violadas antes de cumplir los dieciséis, ya no hace falta ni que lo denuncie. Se definen unos límites, fruto, no de la unanimidad, pero sí de un consenso lo suficientemente amplio como para servir de referencia. Un consenso que surge de un complejo equilibrio entre las distintas maneras de pensar, y que cambia con el tiempo y el lugar. De ahí que ahora se puedan decir cosas que en la Edad Media no se permitían, o que en Alemania negar el holocausto judío sea delito y aquí no; como aquí lo es la apología del terrorismo, mientras que hay países en los que ni siquiera se ha pensado en el tema. Y también por eso, por la necesidad de ese consenso, no puede admitirse que el primer ofendidito que pasa por ahí pretenda que su sensibilidad se haga ley; al menos mientras no reúna a un grupo de ofendidos de tamaño significativo.

Además de eso, yo al menos tengo clara la diferencia entre realidad y ficción —algo que parece confundirse últimamente, como demuestran los intentos de censura inquisitorial en la literatura, la pintura, etc.—. Y también me doy cuenta de que no es lo mismo opinar en mi casa que en la barra de un bar, ni esa barra es una tribuna comparable a un escenario, igual que lo que se dice en el escenario es mucho menos relevante que lo declarado desde un puesto de responsabilidad pública. Y, del mismo modo, soy consciente de que una figura pública ha de tener mayor —no menor— tolerancia a los juicios ajenos. Todo eso, yo creo que lo sabemos casi todos. Incluso sabemos que insultar no es lo mismo que opinar, pero que las opiniones no dejan de ser lícitas por el hecho de molestar.

Pero, al final, lo cierto es que sí marcamos unos límites, y hay cosas que entran dentro de ellos y otras que los sobrepasan. Por eso casi todos coincidiremos en que un discurso amenazando a los negros, o una canción celebrando el naufragio de pateras, o un rap animando a pegar a las mujeres, porque ellas se lo buscan, serían inadmisibles.

Lo que se me escapa es por qué, en cambio, lamentar en público, por ejemplo, que no le hayan pegado un tiro a un político, con nombre y apellidos, para algunos es menos grave y debe quedar amparado por el derecho a la libertad de expresión. En serio, se me escapa. Pero, a fin de cuentas, se me escapan tantas cosas. Como que un piso pueda valer lo mismo que cien casas como la mía. Cien, una detrás de otra. Por cómoda que sea la plaza de garaje, se me escapa.

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