Sebald, el nebuloso
ALLÍ HABLABA tanto rato ese personaje que tiene nombre de estación de tren, o de batalla confusa, ese hombre que no sabía de donde era, que siempre estaba de paso, que vivía como una niebla en todas partes. Y el autor era una niebla, tampoco sabía quien era, y escribía novelas nebulosas, sobre la búsqueda de su identidad impalpable, sobre lugares sencillos que parecían los anillos de Saturno, sobre pasajes en la memoria que siempre serán nebulosos.
El protagonista de Austerlitz busca saber quién es, indaga en bibliotecas y en archivos , pregunta a personas ofuscadas o perdidas, obtiene datos frágiles sobre azares increíbles, descubre que fue alguien en Praga a quien alguien protegió de los nazis, que cambió de nombre, que se fue a otra parte, qué sé yo. Toda la vida es una niebla y los libros de Sebald son más que nada una niebla. El protagonista de Austerlitz se cría en un pueblo perdido de Gales junto al mar, por pura casualidad, en la casa de un pastor protestante puritano y rígido, pero que intenta al menos ser humano y sabe lo que es un niño.
Y su infancia se convierte en un montón de imágenes borrosas y de nieblas, en una serie de memorias confusas y sin agarre que lo definen. Que definen lo que no puede definirse. Y habla con frases largas, en una tarde muy larga, en la estación de Oriente de Londres, que significó el puro paso, la memoria fugaz de cosas fugaces, y en la niebla sordamente apasionada de sus palabras, intenta convencer a su amigo de quien es él. En esa estación de paso tan grande para montones de seres apresurados y perdidos, en mitad de la Historia que lo barre todo, trata de recordar quien es, o de afirmar en el presente obsesivamente quien es.
Me gustaba ese tono sordo de sus libros, ese hablar en voz baja o de manera obsesiva, o como si fuera una niebla de palabras, algo que comenzó antes y continuará después, una especie de continuum o una humedad que se materializa en sus libros, que nos moja sin darnos cuenta, que nos borra los límites de la realidad y nos secuestra en la memoria. Porque todos somos tan fugitivos como los personajes de Sebald, tan inciertos, tan perdidos en la bruma de las palabras y de sus significados ambiguos, en todas sus alusiones, en sus signos que se asoman casual o milagrosamente, en sus indicios que se asoman como boyas en el mar.
Me gustaba ese viaje por el sureste de Inglaterra al que él llama Los anillos de Saturno, ese peregrinar por lugares solitarios que no gritan, pero lo sugieren todo, que no tienen heroísmos ni sensacionalismos, pero en sus casas humildes y en sus playas solitarias lo insinúan todo, señalan su vida, se convierten en su literatura, que no grita, que no golpea, que persiste como una lluvia fina, que continúa como un vicio, que a veces se acerca a la cara levemente como un roce de la niebla. Y en Emigrados hay gente que procede de Lituania, cuyos padres fueron expulsados de todas partes, que fueron niños arrojados en mitad de las nieblas de la Historia en todas direcciones.
Me gustó pisar el Andaz Hotel, antes Orient Express, junto a Liverpool Street, y evocar aquella conversación larguísima. También allí había una importante logia masónica y la dejaban ver algunas veces, pero no pudimos verla. Consuelo se sintió desilusionada por eso. Pero a mí me ilusionó pisar las pisadas de Sebald. Es uno de esos escritores que no llevan una orquesta al lado, sino que parecen hablar con nosotros en susurros en un barco en el parque. O charlar demoradamente con nosotros en una habitación de un hotel que recuerda a otro hotel. Todo nos recuerda a algo y todo es niebla de algo.