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Ivana siente algo especial

La manera más sencilla de engañar a alguien es hacerle sentir que le escuchas 

Ivana Sentía algo muy especial por Robert. Así se lo había escrito en uno de los últimos mails: "Siento algo muy especial por ti. De la misma manera que la hermosa flor que florece en mi alma... No puedo explicarlo... Esperaré tu respuesta, con los dedos cruzados...". Cuando Robert leyó el mensaje creyó tener la confirmación de que esa relación con aquella joven morena rusa realmente podía ir a más, que era lo que tanto tiempo llevaba buscando para completar su cómoda vida de investigador y profesor universitario en California.

asdasd asdc saLlevaban semanas intercambiando correos, cada vez más cálidos, cada vez más íntimos. Ella le hablaba sobre caminatas por el parque, sobre su madre... y sobre ellos, sobre esperar con los dedos cruzados a que germinaran flores en el alma. Y también sobre su madre, y sobre caminar por el parque. Y sobre su madre, además.

Releyendo las conversaciones de aquellas semanas, Robert se dio cuenta de que Ivana nunca respondía directamente a algunas de sus preguntas y decidió hacer una prueba: le mandó un comentario sin ningún sentido, e Ivana respondió con otro mensaje sobre su madre. Por fin se dio cuenta de lo evidente, que la mujer a la que llevaba dos meses tratando de seducir era un bot ruso, un robot conversacional o chatbot.

El caso no tendría más sustancia si no fuera porque Robert es Robert Epstein, psicólogo del Instituto Americano de Investigación y Tecnología del Comportamiento y uno de los fundadores del Premio Loebner, una competición internacional en la que los mejores desarrolladores de inteligencia artificial del mundo someten a sus creaciones al test de Turing, una prueba en la que las máquinas mantienen breves conversaciones con humanos a los que intentan convencer de que son a su vez humanos.

Epstein ha sido juez en esta prueba muchas veces y prácticamente ningún robot ha conseguido superar el test en una conversación que se prolongara más allá de los cinco o diez minutos. Lo que demuestra su experiencia con Ivana, un chatbot mucho menos evolucionado que los que aspiran al Premio Loebner, es que por mucho que avancen las máquinas la clave difícilmente llegará a ser la inteligencia artifical, sino que seguirá estando en la condición humana: Robert no fue engañado por un robot que sabía hablar como las personas, sino por uno que sabía lo que las personas quieren escuchar. O, para ser aún más precisos, por uno que sabía que la mayor parte de las personas solo quieren sentirse escuchadas.

He recordado a Robert y a Ivana estos días, mientras entrábamos en la época de los chatbots por excelencia: la campaña electoral. Leo los programas y los comunicados de prensa, repaso las entrevistas, veo las intervenciones en los mítines y sé que todos ellos sienten algo especial por mí, que en sus almas crecen flores hermosas y que todos cruzan los dedos mientras esperan mi respuesta en la urna.

Y yo me siento tan comprendido, tan escuchado por fin, que quiero compartir mi vida con todos ellos, o al menos los próximos cuatro años, en plenitud, sin mascarillas ni nada. Pero luego empiezo a preguntar y solo me saben responder con relatos de maravillosos paseos por parques que no conozco y que nunca son conmigo de la mano y con historias de sus madres. Sobre todo con no sé qué de sus madres.

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