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La patria en el cajón

Juan Tallón ama a súa mesa de despacho porque é un país centenario.

raymond-carver

EN LA VIEJA casa de un poeta muerto y olvidado, a la que acudimos de visita, mi padre encontró hace años abandonada una cerradura oxidada, inservible. Cabía en la palma de la mano y pasaba de los ciento veinte años. No tenía ya nada que cerrar, si bien conservaba una hermosa llave que la mantenía con vida, pese al tiempo. Al girarla producía un sonido recio, parecido a una voz fumadora, aunque lleno de belleza. Casi te hacía imaginar que saldría un genio del clic, o al menos un antiguo poema, o siquiera una rima. Pero más allá de ese esplendor imaginario, la cerradura era un objeto francamente inútil. Solo daban ganas de dejarla donde estaba un siglo más. «¿Me la puedo quedar?», preguntó inesperadamente mi padre al dueño de la casa, que hizo un gesto entusiasta con una mano y dijo: «Llévatela, por favor».


Pasaron los meses y me olvidé de la cerradura. Entonces supe que mi padre había comprado un nogal centenario, cuya madera había llevado a un secadero, para tratar. «Te voy a hacer una mesa de despacho», me anunció por teléfono, «que tendrá un cajón, que tendrá una pequeña cerradura, que tendrá una llave preciosa, con más un siglo de antigüedad». No tuvo que decirme nada más. Me acordé del poeta, que ya no sería nunca más un poeta olvidado y simplemente muerto para nosotros. Me sentí atrapado en el desconcierto de cómo hay personas capaces de no detenerse hasta encontrar futuro a cosas que solo acumulan pasado y óxido.


Aquello me hizo pensar en cuánto duran las cosas. Me refiero a cuánto más pueden durar una vez enfilan cierta decadencia y envejecen, y casi no sirven, o empiezan a romperse u oxidarse, o a perder utilidad, brillo o poder. Pueden durar toda la vida, supongo, si estás lo bastante dispuesto a unirte a ellas. Muchas de esas cosas, en su aparente ocaso, acaban con el tiempo conformando una forma de nacionalidad. En ‘Paseos con mi madre’, Javier Pérez Andújar sostenía que «se pertenece antes a una chaqueta que a una patria o a una clase». Y seguramente tenía razón. Todo aquello que en ocasiones desprende una total falta de importancia, en realidad solo la enmascara.
Es difícil defenderse de un afecto. Cuando surge y estalla, te rinde. Así ocurrió con la cerradura, insertada en el cajón de una mesa que pesa doscientos kilos, y que en cada mudanza me hace la vida imposible. Pero ¿y qué?

Esa mesa, con su cerradura y su llave, es hoy mi patria. Me recuerda aquel poema que, en los años ochenta, Raymond Carver dedicó a su destartalado coche, del que contaba que tenía el limpiaparabrisas roto, un agujero en el radiador, problemas de dirección; no tenía calefacción, ni rueda de repuesto, ni frenos, ni luces delanteras, ni asiento trasero. Era el coche en el que habían vomitado los niños, en el que había vomitado él, en el que robó melocotones, en el que se escapó de restaurantes sin pagar. Era el coche de sus noches de insomnio, el que atropelló a un perro y no se detuvo, el que pasó de mano en mano, el que no tenía documentación, el que tenía un agujero en el silenciador, el que no tenía silenciador. «Era el coche de mis sueños. Mi coche», finalizaba Carver.


Aquella cerradura que no importaba a nadie, tal vez consecuente con ese destino, custodia ahora un cajón lleno a su vez de objetos que no valen nada. Quizá si pudiesen recorrerse con una línea imaginaria, como esos dibujos hechos de puntos que hay que unir con un lápiz, al final significasen algo. Un mechero sin gas, un clip rojo, una piedra negra, el adaptador de una manguera, una foto con una amiga en una boda, cuentas de restaurantes, un billete usado del metro de Londres, una tabla periódica, un conversor de euros a pesetas, un reloj parado en las 8.35, un poema de Enrique García-Márquez transcrito a máquina, una foto con Amancio, una libretita regalo de Milena Busquets sin estrenar, sobres de Espidifén 600 mg, o aquel carné de conducir que había que doblar en tres, no son nada importante; solo la patria.

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