Ilusiones que se pagan con la vida
HACE VARIOS días estuve en Correos para enviar un ejemplar de mi novela a El Progreso, a la atención de Santiago Jaureguízar. Me acerqué a la ventanilla que se me asignó, le expliqué a la funcionaria que quería mandar un libro por correo y, al entregárselo, noté cómo lo sostenía durante unos segundos en sus manos mientras lo observaba con rostro serio. Como si estuviese analizando el título y el diseño de la portada. Como si el envío por correo dependiese de su evaluación. Durante un momento larguísimo, conteniendo la respiración, tuve la impresión de que aquella mujer estaba a punto de decir: “No me convence, envíe usted otra novela”. Por fortuna dio su aprobación y comenzó a pedirme algunos datos para el envío.
Cuando le dije mi nombre dejó de escribir, levantó la mirada del teclado y, con tono divertido, exclamó: “¡Ah, eres tú el autor del libro!”. Yo celebré su perspicacia encogiéndome de hombros, sonriendo ligeramente y levantando las cejas, como queriendo decir “qué se le va a hacer”, y continué dictando los datos de entrega sin detenerme, con la urgencia propia de quien teme perder el hilo. “¿Y de qué va?”, preguntó ella empeñada en que yo debía de conocer el argumento de la novela sólo por el mero hecho de haberla escrito. Le contesté que no estaba muy seguro, siendo honesto, y exageré un ademán de impaciencia echando un vistazo al reloj y tamborileando en el suelo con la punta del zapato. Ella comprendió que no tenía prisa pero fingía tenerla, así que terminó de anotar los datos y se despidió muy sonriente, diciendo: “¡Pues que haya mucha suerte!”.
La sensación me resultó muy familiar. Aquella mujer estaba convencida de que yo mandaba el libro al periódico para probar fortuna. Para ver si el tal Jaureguízar lo leía y me daba una oportunidad, quizá escribiendo alguna reseña de la novela, citándome para una entrevista o incluso ofreciéndome un espacio en el Táboa Redonda. Era la misma sensación que solía tener cuando, hace veinte años, me acercaba a Correos con un puñado de cedés de mi grupo y se los mandaba a alguna discográfica por si sonaba la flauta. Por si de repente algún directivo de Sony o Universal escuchaba aquellas maquetas y aparecía de pronto en helicóptero frente a la puerta de nuestro local de ensayo, blandiendo un contrato millonario y gritando: “¡Lo habéis conseguido, muchachos, vais a ser leyendas del rock!”.
Tomando algo con Juan Tallón la semana pasada hablamos del proceso de promoción que se iniciaba ahora que la novela estaba a punto de ser publicada y de lo diferente que era esta etapa de la propia fase de escritura, que consiste en pasarse cientos de horas solo ante un teclado, en silencio, intentando dar forma literaria a una idea imprecisa. “Esa parte es la mejor —comentaba Tallón—. Una vez has acabado de escribir el libro, todo va cuesta abajo”. En el fondo se trata de la misma sensación que tenía cuando enviaba una maqueta a algún sello discográfico. La ilusión de todo lo que podría venir a continuación siempre será superior a cualquier cosa que venga.
Un par de días después de enviar el libro llamé a Jaureguízar para saber si lo había recibido. En realidad, la editorial se encarga de enviar la novela a los periódicos. A Santiago se lo mandé personalmente porque se marcha de viaje y quería que lo tuviese antes de partir. Pero resultó que en Correos lo habían extraviado. No llegaría a destino hasta cuatro o cinco días después, me dijeron.
Cuando ya fuese inútil. Cuántas de las maquetas enviadas a las discográficas se quedarían en el camino, pensé, posibilitando que yo siguiese insistiendo todos los años ante la ausencia de respuesta. Es una suerte que en Correos se encarguen siempre de mantener intacta la ilusión.