Papá, pesado
A VECES ES agradable que las cosas sucedan de golpe. Es un buen modo de esquivar esa nostalgia boba que uno siente a menudo por lo que todavía no ha terminado y no quiere que acabe. No se me ocurre una mejor forma de ponerle fin a una experiencia placentera que ser arrollada bruscamente por la siguiente. Sin tiempo para lamentarlo o autocompadecerse. Como el regreso urgente al trabajo cuando todavía te quedaban unos días de vacaciones. O el gol que decide en el último minuto un gran partido que se dirigía hacia la prórroga. O como el verano que llega de pronto, sin previo aviso, y pone fin a un invierno gélido, larguísimo y estupendo.
No recuerdo a qué hora se hizo verano, pero debió de ser alrededor de las cuatro de la tarde del domingo pasado. Aquella mañana, cuando todavía era febrero, habíamos decidido ir a pasar el día con la niña a la Illa de Arousa. Primero estuvimos dando un grato paseo por el Parque do Carreirón, donde el viento parecía querer robarte el abrigo y las pequeñas rachas de lluvia lateral te obligaban a correr y buscar refugio detrás de algún árbol, como si la mirilla del enemigo te tuviese acorralado. Después nos sentamos en una preciosa terraza y estuvimos tomando algo mientras el frío se te colaba por la nuca y te hacía retroceder dentro de tu propia ropa. Se estaba realmente bien. Era lo que en Galicia se conoce como un día espléndido.
Enfadado, y henchido de razón, me puse a explicar que tan solo diez días antes había estado nevando. Que me había encontrado con Charly de Los Suaves en uno de los pasillos de la Radio Galega y me había avisado de que había nieve en el Alto de Santo Domingo. Que cuando pasé por allí, al cabo de un rato, el termómetro marcaba efectivamente cero grados y estaban comenzando a llegar los quitanieves. Y observé en voz alta Manuel de Lorenzo Que parezca un accidente que solamente diez días después, diez días de frío y de viento y de lluvia, alrededor de las cuatro de la tarde, había llegado el verano. Sin primavera. Sin prórroga. Sin últimos días de vacaciones.
Entonces mi hija se levantó de la arena y exclamó: "¡Papá, pesado!". Hasta ese momento apenas había balbuceado algunas palabras inconexas. En toda su corta vida había dicho nada que se ajustase a las leyes de la sintaxis. Esta era la primera vez que construía una frase. Había dejado de ser un bebé allí mismo, delante de mis ojos. Se había hecho mayor. Y todo había sucedido de golpe. Esquivando esa nostalgia boba que uno siente a menudo por lo que todavía no ha terminado y no quiere que acabe. La cogí, le di un beso y nos tumbamos sobre la arena a disfrutar de una tarde de sol. Cuánto agradecí que por fin hubiese llegado el verano.