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Transhumanismo: la fabricación en laboratorio del nuevo ser humano

Hace más de 9.000 años, la revolución agrícola transformó la forma de vida de la humanidad. Idénticas consecuencias tuvieron la primera y la segunda revoluciones industriales, así como la denominada Revolución Digital. Ahora el ser humano se acerca a un nuevo proceso definitivo de reforma: la Revolución Transhumanista.

Luc Ferry
photo_camera Luc Ferry

CYNTHIA KENYON (Chicago, 1954) es doctora en biología molecular por el MIT, investigadora de la Universidad de Cambridge y miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. Aunque ha dedicado su carrera a una disciplina tan críptica como la ciencia del envejecimiento, tal vez sería más apropiado afirmar que la doctora Kenyon se ocupa, en realidad, de lo contrario: tras descubrir el denominado ‘gen de la muerte’ y modificar su secuencia de ADN en el gusano Caenorhabditis elegans, logró que este nematodo prolongase la duración de su vida exactamente el doble de tiempo de lo normal. Un mecanismo que, según sus investigaciones, podría activarse también en los seres humanos.


La conclusión más asombrosa de sus estudios, por los que ha recibido numerosos premios, es que la vejez no es inevitable. Se trata tan solo de un proceso programado genéticamente y, lo que es más importante, susceptible de ser desprogramado. Desde hace algún tiempo, Kenyon ya no trabaja en la universidad. Ahora es la vicepresidenta de Calico —acrónimo de California Life Company—, una empresa estadounidense que se dedica a la financiación de estudios biotecnológicos orientados a conseguir el aumento de la longevidad. Tal vez a muchos les sorprenda descubrir que el propietario de esa compañía, y por lo tanto, mecenas de Kenyion y su equipo, es Google.


Sin embargo, que Google, Apple, Facebook y Amazon se hayan lanzado a la carrera empresarial por el perfeccionamiento genético del ser humano no es casualidad. A sus mentes pensantes no les importa el presente, un territorio que ya dominan. Les interesa el futuro. Y del futuro saben al menos dos cosas. La primera es que, a la vista del devenir de los acontecimientos, especialmente en lo que se refiere a la investigación médica y biotecnológica, estará en manos de la inversión privada. Con sus correspondientes y suculentos beneficios. Y la segunda es que ese futuro se construirá sobre la base del transhumanismo. Y aquel que se retrase en tomar posiciones en esa revolución, que ya está en marcha, pierde.


El transhumanismo no es una corriente de pensamiento. Tampoco un movimiento político ni un planteamiento ético. Sin embargo, es sobre la filosofía, sobre la política y sobre la ética donde se sustentan los argumentos que lo defienden. También los que lo censuran. Como se deriva del ensayo del pensador francés Luc Ferry La revolución transhumanista (Alianza Editorial, 2017), el transhumanismo es el concepto que describe el nuevo estadio en la evolución del ser humano. Una evolución que abandona lo natural, los procesos biológicos descritos por Darwin, y es absorbida por lo artificial. Puede parecer ciencia ficción, una realidad más propia de películas o novelas futuristas, pero lo cierto es que la implantación de ese nuevo estadio evolutivo es inminente, como lo demuestran ejemplos tan desconcertantes como los estudios de la doctora Kenyon o el caso que abre el libro del profesor Ferry: en el año 2015, con total opacidad, un equipo de genetistas chinos realizó experimentos con 83 embriones humanos para perfeccionar el genoma de sus células. Los interrogantes que se plantean al respecto son, cuando menos, inquietantes.

La única gran certeza sobre el transhumanismo es que varios gigantes económicos dedican millones de dólares a investigaciones que tiene por objeto conseguir un ser humano mejorado

A desgranar esos interrogantes dedica Ferry su ensayo, aunque sin ofrecer demasiadas respuestas concretas. Posiblemente porque todavía no las hay. La única gran certeza sobre el transhumanismo es que, en la actualidad, varios gigantes económicos en todo el mundo dedican millones de dólares a investigaciones que tiene por objeto conseguir un ser humano mejorado, optimizado, y para ello se valen de la nanotecnología, la biotecnología, la informática, la inteligencia artificial y la robótica. Están convencidos de poder interrumpir el envejecimiento, erradicar enfermedades letales, lograr mejores aptitudes físicas, alcanzar una mayor capacidad intelectual. Y la ciencia está de su lado.

¿Pero qué ocurre si la modificación genética encuentra también beneficios en la monstruosidad? ¿Se fabricarán soldados invencibles? ¿Cuerpos amorfos sobre los que experimentar? Son muchos los que se formularán estas preguntas al conocer la realidad transhumanista. ¿Y qué pasará si el objetivo se reduce a lo puramente estético? ¿A la alteración de los genes que controlan la altura, la belleza, el color de la piel? ¿Dónde están los límites éticos? ¿Qué ocurrirá con aquellos que no puedan permitirse la perfección? ¿Cómo se evitarán, desde un punto de vista sociológico, fenómenos como la catástrofe malthusiana?

Puede dar la impresión de que los avances científicos de la sociedad se producen a una velocidad superior a la que son capaces de progresar sus convicciones éticas, lo que sin duda genera una incertidumbre turbadora. Pero el pesimismo que subyace a todas esas preguntas, como explica Ferry en su ensayo, es ahora mismo un enfoque muy poco útil y de escasa perspectiva histórica. Como también lo es el optimismo sin reservas. Antes de caer en esa polarización, reflexiona el filósofo, deberíamos analizar esta nueva realidad desde la perspectiva griega de lo trágico. Es decir, asumiendo que, por el momento, las tesis que defienden los postulados transhumanistas y las que los reprueban no pueden ser asociadas a lo bueno y a lo malo ni a lo justo y a lo injusto. Se trata de la oposición de dos legitimidades igualmente defendibles y dignas cuya solución únicamente pasa por la vía del análisis previo y la posterior regulación.


Y es precisamente de ese ejercicio del que han comenzado a surgir las primeras posiciones encontradas: la de los bioprogresistas frente a las de los bioconservadores. Los primeros, a favor del escenario que plantea el transhumanismo, acostumbran a partir de un ejemplo sencillo: la medicina siempre se ha basado en reparar en los seres vivos lo que la enfermedad había estropeado, pero se trata de un paradigma obsoleto. Ahora, la ingeniería genética, la clonación, la robótica o el uso de células madre permiten ir un paso más allá y perfeccionar lo humano. La ciencia nos habilita para superar la barrera de lo terapéutico y lograr la optimización del individuo, dentro de un proceso global de uberización del mundo que ya ha comenzado con la economía colaborativa. Los bioconservadores, por su parte, con Fukuyama, Sandel y Habermas a la cabeza, entienden que la manipulación genética del ser humano, así como la hibridación entre el hombre y la máquina mediante elementos biónicos y cibernéticos, solamente conduce a su desnaturalización. A la deshumanización del hombre. Pero quizá lo más relevante de su postura, en realidad, es que asumen que la revolución transhumanista, sobre la que adoptan esa postura conservadora, es ya imparable.


Es por ello por lo que el transhumanismo se encuentra dividido, en definitiva, entre  quienes ansían mejorar la especie humana sin renunciar a su humanidad, ubicados por tanto dentro de una corriente humanista no naturalista y quienes, como el científico Raymond Kurzweil, respaldan la tecnofabricación de una nueva especie humana hibridada con las máquinas y genéticamente tranformada, poseedora de capacidades físicas e intelectuales muy superiores a las proporcionadas por la propia naturaleza: la posthumanidad.


Luc Ferry, que encuentra en esto último un mar de fondo ultraliberal amparado en nuestra autonomía para construir lo que queremos ser —una potestad reservada a lo largo de los siglos a Dios, a la costumbre o a la naturaleza— y que, en su opinión, conduce a la "pesadilla eugenésica", se muestra a su vez contrario a la tentación ilusoria de prohibir el avance transhumanista invocando una supuesta naturaleza humana intangible e inalienable. Y ante este dilema del todo o nada, de quienes quieren suprimir cualquier barrera en la fabricación en laboratorio del nuevo ser humano y quienes quieren detener lo que ya es imparable, el filósofo francés suplica al legislador desde las páginas de su ensayo que se adelante. Que se anticipe a una revolución que ya ha comenzado y diseñe sus límites antes de que sea tarde. Pero no explica qué límites son esos ni cómo han de ser regulados. Porque él tampoco lo sabe.

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