Contra la primavera
Me sentaría bajo el árbol reventón de San Fernando solo por la convicción de que, al incorporarme, habría pasado ya
LA PRIMAVERA, tan melancólica. Sí, sí, sí. En otoño hay hojas en el suelo, paisaje oxidado, nubes bajas, días comprimidos. Se siente dentro, todo el rato, que algo se acaba. Adiós a las luces, termina la fiesta y, además, se debe limpiar el reguerito de vasos y huellas de pisadas. La primavera es justo lo contrario: sacar brillo al cristal, amontonar las servilletas y esperar a los invitados. Aquí es tan breve, que llegan ya medio peneques, con tres vinos y el trabajo celebratorio en marcha.
Pero lo es. Melancólica. Puede que sea por la edad. Hay un punto, quién sabe dónde, a partir del cual hay más hábito de acabar que de empezar. Los comienzos aterran, con todas sus incertidumbres, con toda la pereza y el recuerdo de otros que nos salieron mal. O que ni salieron. Quedarse quieto, ni moverse, casi aguantando la respiración es muy de la mediana edad. No atreverse a hacer cosas que se quieren hacer pero sí otras que no se quieren hacer, tratar con gente con la que no se quiere tratar, no decir ni remotamente lo que se piensa de verdad y aburrirse, también. Llevo fenomenal envejecer, es evidente.
Hay en la Praza de Ferrol un árbol floridísimo, tan apelotonado de rosa, tan reventón, que si se estornuda bajo sus ramas se descompone. Al lado, dos bancos mirando al cuartel de San Fernando y, sobre ellos, de seis a ocho señoras los días soleados. Por parejas comparten un paraguas que les hace de sombrilla porque las flores no alcanzan a nada y saben que el sol de primavera es malísimo y no produce nada más que catarros y dolores de cabeza. Se hablan de perfil, que es como mejor se cuentan las cosas que importan, mirando al vacío. Siempre quiero sentarme con ellas pero nunca hay sitio. Sé además que conmigo callarían, igual que hacen cuando alguien pasa por delante y se quedan a mitad de frase, trascendidas por el milagro del movimiento ajeno. Total, que no lo hago. Paso por delante, se callan, no me siento. Aunque quiera, aunque crea firmemente que si lo hiciera por un minuto, una vez que me levantara la primavera habría acabado.
Conozco a alguien que, cuando recibe la llamada de un comercial, solo pronuncia una palabra, el "diga" al descolgar. Acto seguido, agarra con tres dedos el teléfono y muy suavemente lo dirige a la horquilla. Lo cuelga despacito y por el camino se deja oír, con voz de dibujos animados, el discursito repetido de la oferta. Es una cosa pacífica, tranquila, un acto de rebelión bien delicado. Algo así le haría yo a la primavera si pudiese, la mandaría a paseo sin decírselo, cancelándola en silencio. A otra con sus cursiladas y sus gramíneas.
Les habla una alérgica.